martes, 13 de septiembre de 2011

De viejos y viudas (redacciones escolares x)


Esta será la última redacción escolar. Como debe ser, termina esta serie porque tiene que terminar, como terminan los calendarios. Unos en lapsos más cortos, otros llevan más tiempo. Así que, oportuno pues.

La fiesta, al menos para mí siempre fue así, fue la del último día del año y no la del primero. En mis primeros años, fue casi siempre en Quito. Y de ahí recuerdo sus costumbres y tradiciones. Los años viejos, que en esos tiempos eran pequeños y sin concurso, hacían presagiar su existencia desde el medio día. Cuando monigotes con ropas viejas y rellenos de aserrín se decoraban con caretas, casi siempre significativas, y frecuentemente de tinte político. El ingenio hacía su aparición en carteles que decoraban al viejo, frecuentemente sentado solo, botella en mano, con el estoicismo de quien finalmente llegó a entender que su hora llegó.

Los autores del viejo, casi siempre hombres lo bastante machos para disfrazarse de viudas con escandalosas minifaldas y visibles escotes, coquetean con los conductores, pidiendo consuelo, ofreciendo favores sexuales y recibiendo unas monedas que se repartirían entre los creadores. Unas pocas veces, y muy niño, vimos viudas sin viejo. Voluptuosamente contorneaban sus caderas subiendo por menos de un minuto en cada bus que transitaba la Bolívar, la Venezuela, la Guayaquil.

Las cenas, el abrazo y el baile eran lo central de la noche. Cuando las preparó mamá las cenas tuvieron pavo relleno, y consomé, y un montón de cosas de picar. El postre alguna vez fue pristiños, el más navideño de los postres de año nuevo. Reuniones grandes, con los abuelos y los tíos. No faltó la discusión de cada año. A veces en casa, a veces el matrimonio de una tía, a veces en casa de los abuelos. La presión del año nuevo y de estar en familia no fallaba.

Una cena muy especial fue aquella de 71 al 72, que compartimos Galo y yo, el con 11 y yo por cumplir 6. Una mesa pequeña, la que usaban él y mi abuelo para sentar el tablero del juego de damas, se había convertido en nuestra mesa de cena. Dos docenas de uvas, dos de nueces, turrones y otras cosas incluyendo colas para brindar. En una época en que la televisión terminaba temprano,  sintonizando al “Maestro Juanito” en la Radio Tarqui, recibimos el año con un abrazo.

La inolvidable cena del 77 al 78 fue en el apartamento en Miraflores. No tengo certeza pero supongo que fue para estrenar apartamento propio. Lo  habían comprado con crédito de la Mutualista Pichincha ese año. Fueron invitados los abuelos y los tíos, y sus consuegras y sus hijos. Cerca de las diez la infaltable pelea de unos tíos. Mis papás los fueron a buscar a promover, si no la reconciliación,  al menos una tregua hasta el año nuevo. Los invitados en casa bostezaban consumidos por el aburrimiento y yo, sin la conciencia que debió tener había sido ya expulsado del coro una vez, empecé a cantar para entretenerlos. Al mismo tiempo que asomaban los gallos de lo que debía ser la primera voz del “Id a ved al niño” las risas desopilantes de mi improvisado público ganaban decibeles. Pasó el aburrimiento y pude yo con lo que sería la primera de las veces que recibí el año “en las tablas”. 

Después fueron muchos viajes a Santo Domingo de los Colorados. Siempre en el Hotel Zaracay, con dos excepciones: la última y una intermedia del 81 al 82 que había sido en Caracas, en casa de Jorge y sin mamá. Casi siempre en compañía de quienes eran mis padrinos de primera comunión Alfredo y Betty. Cena, cotillón y baile. Casi siempre hasta tarde.

La última vez en Santo Domingo fue del 83 al 84. Mi segunda vez “en las tablas”. Esta vez actué. Hice de notario de un año viejo viviente, sobre una tarima, frente a unas 300 personas. El viejo, se moría leyendo un testamento de corte político, en que le dejaban victorias electorales a papá y a sus co-idearios y burlas y derrotas a los rivales. Yo, el notario, no tuve libreto. Improvisé. Micrófono en mano canté los veinte últimos segundo y les deseé feliz año a todos. Pero los abrazos familiares tuvieron que esperar. Mi madre, mi padre y mi hermana estaban en la calle, rodeados de gente que seguramente no conocían. No hubo cena. Mi papá murió ocho días después.

Los siguientes años los recibimos viajando. Casi siempre solos. En familia de tres. En Guayaquil el primer año sin papá. Luego en Chorlaví, en Ibarra, varias veces. Dos de ellas con los abuelos. Una vez en Cuenca. Volvimos a pasar en Quito la del 90 al 91, en casa y solos los tres, presionados tal vez por los respectivos novios. Fue triste. En Quito fue también la del 91 al 92, en casa del abuelo, sería la última vez que estaríamos con él en un año nuevo. El año siguiente fue otra vez Ibarra y mi hermana sola de nuevo. Para el 93 al 94 ya vivía en Caracas, fue el primer retorno y fue en el Hotel Colón, nosotros, Pablo, Bélgica y Paulina; Pablo y Anita; y Cacho; y Gera. El 95 al 96 fue en Ibarra, nosotros, Galo que había ido a ver Paola; Paulina y Pablo. El 96 al 97 fue en casa de mi mami, el y el siguiente fue en casa de Pablo Valencia. 

Recibimos al 2000 mi madre y yo, que andaba ya camino a la separación, sobre el agua. Encima del tablado que le había puesto a una piscina, con banda de pueblo, castillo y vaca loca. Fue divertido, el auto enterrado en el barro al salir.

El 2001 fue en Caracas, con mi mami, mi hermana; Marycarmen y Carmen, y muchos, muchos fuegos artificiales. Al 2002 lo recibimos en la entrada del Pont Neuf a la orilla del Sena en París, con una champaña francesa, copas de cristal y al grito de Bonne Anne. El 2003 fue una vez más los tres solos, en Buenos Aires, en la Casa de Carlos Gardel, con cotillón y tango. El 2004 fue en Guayaquil, con Marisela y Renato; Anita, Pablo Andrés y Sebastián.

El 2005 fue en La Antigua, Guatemala. Mi mami y yo. Sería el primero que mi hermana pasaría con Mauricio. Ella estuvo en algún lugar del Sur de Colombia. Nosotros, en el Hotel Santo Domingo, con Manuel, Edith y Silvia Camila; con Gustavo; con Oscar. Al 2006, lo recibimos en Quito, en casa de mamá; con Mauricio e Irene; y Amparito. El 2007 nos encontró en el Lago de San Pablo, mi mami, mi hermana y Mauricio.

El 2008 fue el primero con Andrea, vestidos de celeste y blanco en homenaje a Jemanjá en la playa de Copacabana en Río de Janeiro con Braulio y Rejane, con Raul y Adelaide. El 2009 fue en Cuenca, mi mami; Irene; Mauricio y mi hermana; Andrea y yo. Al 2010 fue en Castelli, en Buenos Aires, primer año de Andrea sin Carlos, su padre; con la Negra; Darío y Flavia; Carla, Marcos y Rosario. Finalmente, llegó el 2011. Nos encontró en la hostería de Rubén en Ibarra, una vez más mi mami, e Irene; Mauricio y Yazmina; Andrea y yo. Otra vez con año viejo. Con viudas. Sin pristiños. 

sábado, 5 de febrero de 2011

Del Dulce Jesús Mío a los pristiños con miel (redacciones escolares ix)

El feriado de Navidad marcó siempre una época festiva y de vacaciones. Las clases en la escuela y el colegio terminaban cerca del 24 de diciembre y solo se retornaba en enero, pocas veces antes del seis. Por causa de las fiestas de Quito, era frecuente decorar las casas para la navidad solo después del 6 de diciembre. A veces esa misma tarde, otras tantas en el primer fin de semana siguiente.

La costumbre más arraigada de la ciudad era “La Novena”. Nueve noches antes del 25 de diciembre se rezaba y cantaba, generalmente con vecinos de cuadra, preparándose para la navidad. Estos cantos se hacían generalmente frente al nacimiento o pesebre. Era frecuente que las casas en Quito tuvieran tanto árbol como nacimiento.

En casa, por lo menos para mí, la novena no era obligatoria. El nacimiento que armaba mamá era sofisticado. Además de las figuras tradicionales, se completaba con musgo un micro-clima. No faltaba la laguna de patos, para la que se utilizaba un espejo, un corral con cerdos, más de una vaca. Alguna vez la tecnología había llegado al pesebre y se podía encontrar arados, tractores y, alguna vez, aeropuerto con aviones y todo.

Cuando muy niños, y por varios años, el árbol fue plateado y de luces y adornos coloridas. Hoy, al contemplar los juegos de luces generalmente disponibles en los árboles actuales, pienso que se perdió imaginación. Mamá tenía un conjunto de luces que remataban en unas estrellas grandes y pesadas; unas burbujas con líquido que se ponían boca arriba y que después de calentar empezaban como a hervir y hacer burbujitas, unos rayos que no eran más que cobertores de plástico que generaban la sensación de emanar luz como saliendo de un prisma. En la punta, había un adorno que llegaba de la punta del árbol al techo y que estaba lleno con una especie de algodón de fibra que luego picaba las manos.

Muy temprano supe que Papá Noel no andaba por esos lares y que los regalos de navidad eran el esfuerzo de los padres. También alguna vez descubrimos que mamá, previsiva, a veces compró los juguetes con muchas semanas de anticipación. Los años siguientes aprovechamos con mi hermana las tardes para buscar en cuanto posible escondite se veía posible para buscar, y a veces encontrar, lo que sería el regalo de navidad.

De todos esos regalos, algunos fueron especiales. Los mecanos que permitían armar cosas pero que gracias a que traían tenazas, destornilladores y alguna otra herramienta, permitían también desarmar cosas; un juego de béisbol en tablero que llegó de Caracas y que resultaba extraño por vivir en una ciudad donde ese deporte solo se practicaba en las películas gringas y que año después nos dio partes y piezas para en un gesto de compasión y culpa compartir nuestros viejos juguetes con otros niños menos afortunados; el juego de guerra que me había traído mi tío Raúl Oswaldo, a pesar de que por haber estado sido estudiante en la época del mayo francés, y motivado por esos movimientos que corrieron por las universidades, y que incluía pistola, metralla y bazuka que disparaban de verdad, con sencillos compresores de aire, balas de plástico, y que tenía también un periscopio que sirvió para jugar y para espiar alguna vez a alguna vecina. El mejor regalo, y que tal vez contribuyó a esa pasión cinéfila que hoy profeso, fue un proyector de 8 milímetros, que venía con sus cuatro películas; una a colores de Tom y Jerry; y tres en blanco y negro, dos de Chaplin y una de vaqueros del oeste y que exigía, cada vez que se usaba una verdadera ceremonia de preparación, que partía de oscurecer el ambiente, colocar y enganchar los rollos y hasta corregir con cinta “Scotch” algún pedazo faltante. Sin audio en la película, el ronronear de los motores del proyector generaban una sensación de cine en casa muy distinta a la de un teatro en casa 5.1.

La cena de navidad, casi siempre se pasó con la familia de mi mami en Quito. Alguna vez en nuestra casa, y muchas veces en lo de mi tío Raul, primero el departamento en la Avenida América, luego en el Valle de Cumbayá. La cena, casi siempre tenía pavo relleno. Con el tiempo el pavo fue acompañado o reemplazado por el jamón glaseado. El postre, invariablemente, fue un plato de pristiños con miel.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Y la Guaragua (redacciones escolares viii)

Diciembre ha sido siempre un mes festivo y, en Quito, un poco más debido a la primera semana de diciembre. Semana de toros, de desfile de carrozas, de feria de comida típica, de teatro callejero, de bailes callejeros, de más desfiles, de concursos de reina sin desfile en traje de baño, de campeonatos “mundiales” de cuarenta, de restaurantes con comida española, cantaores y bailadoras. Jamás se me pasó por la cabeza, ni a ninguno de los que compartió conmigo aquellos días, discutir sobre si se debía o no celebrar la fundación española de la ciudad.

Mis recuerdos de esas fiestas son tan diversos como las edades en que los hechos ocurrieron. Recuerdo de pequeño, como nos llevaban a los toros y como mi papá me explicaba de verónicas y chicuelinas, de molinetes y naturales. Recuerdo cuando, a los once años, alcancé la mayoría de edad taurina cuando mi papá compró para mí una entrada en la general que por entonces todavía tenía una malla de alambre y a donde, me había explicado mi papá, iban los jóvenes de fiesta. La tarde fue de fiesta en toda la plaza, “el Niño de la Capea” cortó dos orejas en el tercer toro e indultó al sexto; Palomo Linares cortó dos en el cuarto; el compatriota Fabián Mena no lo hizo mal.

Fueron varios años en que efectivamente al numerado de la puerta 9, ya sin malla, fui con Galo y otros amigos, como había sido dicho ya antes: de fiesta. Grandes recuerdos de esa tendido del que salió alguna novia ocasional y el título de esta redacción. De aquellas experiencias taurinas, quedaron grabados en la memoria, dos cosas notables: la primera, como es mucho más difícil, al terminar la jornada, bajar de la plaza que subir … con muletas; y la segunda, el recuerdo de la señora que con un auténtico enojo, y luego de recibir varias gotas de la cerveza que Paco había tirado al aire cuando nos llegó la hora de hacer la ola, le dijo a Paco; “Mire mozalbete ¿por qué no se tira la cerveza usted mismo?”, invitación que Paco aceptó gustoso, mientras todos reíamos y aplaudíamos a la señora cuya cara se iba transformando de enojo a risa, con cada centímetro cúbico de cerveza que chorreaba sobre la humanidad de mi amigo.

De adolescentes, y aun de niños, tuvimos la suerte de asistir a presentaciones musicales en vivo: algún flamenco español en un restaurante que se llamaba “La Trainera” con una guitarra, un cajón y dos bailadoras, una morena de piernas larguísimas y una rubia de la que me enamoré en dos minutos; alguna vez a Marielisa en “El Portón” a quien escuché una de las dos versiones en vivo del Cristo de Pacalahuina que oí en mi vida, la otra fue años después y en la propia Nicaragua; otra vez fue a los Reales, en el Palacio de los Deportes de la Vicentina; y la más notable, a los “Chavales de España” en el legendario Le Toucan, que me contaron eso de que la española cuando besa, sí que besa de verdad. Lo que pude comprobar algunos años después.

En la Universidad, las fiestas fueron con los amigos de la Escuela. Aquel fantástico grupo al que autonombramos A4: Adriana, Celso, Diego, Jorge, José, Juan, Gustavo, Marcelo, Nelson, Pablo, Patricio, Pedro y Raul. Con ellos, recorrimos algunos de esos bailes callejeros, una vez en el CCNU, otra en la calle Polonia, en una de las viejas aulas de lo que había sido el Colegio Americano, jugamos un larguísimo campeonato de cuarenta en el que jugaba en pareja con Gustavo mientras algún compañero confundido trataba de hacer un “largo de piscina” a brazadas, solo que en el piso. Con varios de ellos, amanecimos alguna vez de farra, y así como estábamos, fuimos a rendir examen. Nos juntamos más de una vez en la “sede social” de Tumbaco, para hacer una parrilla, e intentar embriagar, por turnos, al buen Vinicio.

Pero con nadie hubo más complicidad en esas fiestas que con Galo, a veces solos, a veces con más amigos, a veces mejor acompañados. Recuerdo, por ejemplo, un día en que aposté con él en el tradicional restaurante “Los Caldos” que me comería una cucharada de ají, para divertirnos un poco, para impresionar a la muchacha que estaba a mi izquierda mucho más. Recuerdo aquel larguísimo 5 de diciembre, que empezó en los toros y terminó a la madrugada del 6 en “Planeta Picasso” en el que hubo algún encuentro cuya descripción no pasaría la censura. Y recuerdo también, lo que ha sido el mejor corte de pelo que tuve en mi vida. Fue un 3 de diciembre, y con Galo fuimos, todavía no sé por qué, a una peluquería en la que dos mujeres muy atractivas y aun más generosas, con escotes profundos e inexistentes sostenes, volcadas sobre nosotros, nos lavaron el cabello. Que día de suerte y que viva Quito.