Esta
será la última redacción escolar. Como debe ser, termina esta serie porque
tiene que terminar, como terminan los calendarios. Unos en lapsos más cortos,
otros llevan más tiempo. Así que, oportuno pues.
La
fiesta, al menos para mí siempre fue así, fue la del último día del año y no la
del primero. En mis primeros años, fue casi siempre en Quito. Y de ahí recuerdo
sus costumbres y tradiciones. Los años viejos, que en esos tiempos eran
pequeños y sin concurso, hacían presagiar su existencia desde el medio día.
Cuando monigotes con ropas viejas y rellenos de aserrín se decoraban con
caretas, casi siempre significativas, y frecuentemente de tinte político. El
ingenio hacía su aparición en carteles que decoraban al viejo, frecuentemente
sentado solo, botella en mano, con el estoicismo de quien finalmente llegó a
entender que su hora llegó.
Los
autores del viejo, casi siempre hombres lo bastante machos para disfrazarse de
viudas con escandalosas minifaldas y visibles escotes, coquetean con los
conductores, pidiendo consuelo, ofreciendo favores sexuales y recibiendo unas
monedas que se repartirían entre los creadores. Unas pocas veces, y muy niño,
vimos viudas sin viejo. Voluptuosamente contorneaban sus caderas subiendo por
menos de un minuto en cada bus que transitaba la Bolívar, la Venezuela, la
Guayaquil.
Las
cenas, el abrazo y el baile eran lo central de la noche. Cuando las preparó
mamá las cenas tuvieron pavo relleno, y consomé, y un montón de cosas de picar.
El postre alguna vez fue pristiños, el más navideño de los postres de año
nuevo. Reuniones grandes, con los abuelos y los tíos. No faltó la discusión de
cada año. A veces en casa, a veces el matrimonio de una tía, a veces en casa de
los abuelos. La presión del año nuevo y de estar en familia no fallaba.
Una cena
muy especial fue aquella de 71 al 72, que compartimos Galo y yo, el con 11 y yo
por cumplir 6. Una mesa pequeña, la que usaban él y mi abuelo para sentar el
tablero del juego de damas, se había convertido en nuestra mesa de cena. Dos
docenas de uvas, dos de nueces, turrones y otras cosas incluyendo colas para
brindar. En una época en que la televisión terminaba temprano, sintonizando al “Maestro Juanito” en la Radio
Tarqui, recibimos el año con un abrazo.
La
inolvidable cena del 77 al 78 fue en el apartamento en Miraflores. No tengo
certeza pero supongo que fue para estrenar apartamento propio. Lo habían comprado con crédito de la Mutualista
Pichincha ese año. Fueron invitados los abuelos y los tíos, y sus consuegras y
sus hijos. Cerca de las diez la infaltable pelea de unos tíos. Mis papás los
fueron a buscar a promover, si no la reconciliación, al menos una tregua hasta el año nuevo. Los
invitados en casa bostezaban consumidos por el aburrimiento y yo, sin la
conciencia que debió tener había sido ya expulsado del coro una vez, empecé a
cantar para entretenerlos. Al mismo tiempo que asomaban los gallos de lo que
debía ser la primera voz del “Id a ved al niño” las risas desopilantes de mi improvisado
público ganaban decibeles. Pasó el aburrimiento y pude yo con lo que sería la
primera de las veces que recibí el año “en las tablas”.
Después
fueron muchos viajes a Santo Domingo de los Colorados. Siempre en el Hotel
Zaracay, con dos excepciones: la última y una intermedia del 81 al 82 que había
sido en Caracas, en casa de Jorge y sin mamá. Casi siempre en compañía de
quienes eran mis padrinos de primera comunión Alfredo y Betty. Cena, cotillón y
baile. Casi siempre hasta tarde.
La
última vez en Santo Domingo fue del 83 al 84. Mi segunda vez “en las tablas”.
Esta vez actué. Hice de notario de un año viejo viviente, sobre una tarima,
frente a unas 300 personas. El viejo, se moría leyendo un testamento de corte
político, en que le dejaban victorias electorales a papá y a sus co-idearios y
burlas y derrotas a los rivales. Yo, el notario, no tuve libreto. Improvisé. Micrófono
en mano canté los veinte últimos segundo y les deseé feliz año a todos. Pero
los abrazos familiares tuvieron que esperar. Mi madre, mi padre y mi hermana
estaban en la calle, rodeados de gente que seguramente no conocían. No hubo
cena. Mi papá murió ocho días después.
Los
siguientes años los recibimos viajando. Casi siempre solos. En familia de tres.
En Guayaquil el primer año sin papá. Luego en Chorlaví, en Ibarra, varias
veces. Dos de ellas con los abuelos. Una vez en Cuenca. Volvimos a pasar en
Quito la del 90 al 91, en casa y solos los tres, presionados tal vez por los
respectivos novios. Fue triste. En Quito fue también la del 91 al 92, en casa
del abuelo, sería la última vez que estaríamos con él en un año nuevo. El año
siguiente fue otra vez Ibarra y mi hermana sola de nuevo. Para el 93 al 94 ya
vivía en Caracas, fue el primer retorno y fue en el Hotel Colón, nosotros,
Pablo, Bélgica y Paulina; Pablo y Anita; y Cacho; y Gera. El 95 al 96 fue en
Ibarra, nosotros, Galo que había ido a ver Paola; Paulina y Pablo. El 96 al 97
fue en casa de mi mami, el y el siguiente fue en casa de Pablo Valencia.
Recibimos
al 2000 mi madre y yo, que andaba ya camino a la separación, sobre el agua.
Encima del tablado que le había puesto a una piscina, con banda de pueblo,
castillo y vaca loca. Fue divertido, el auto enterrado en el barro al salir.
El 2001
fue en Caracas, con mi mami, mi hermana; Marycarmen y Carmen, y muchos, muchos fuegos
artificiales. Al 2002 lo recibimos en la entrada del Pont Neuf a la orilla del Sena
en París, con una champaña francesa, copas de cristal y al grito de Bonne Anne. El 2003 fue una vez más los
tres solos, en Buenos Aires, en la Casa de Carlos Gardel, con cotillón y tango.
El 2004 fue en Guayaquil, con Marisela y Renato; Anita, Pablo Andrés y
Sebastián.
El 2005
fue en La Antigua, Guatemala. Mi mami y yo. Sería el primero que mi hermana
pasaría con Mauricio. Ella estuvo en algún lugar del Sur de Colombia. Nosotros,
en el Hotel Santo Domingo, con Manuel, Edith y Silvia Camila; con Gustavo; con
Oscar. Al 2006, lo recibimos en Quito, en casa de mamá; con Mauricio e Irene; y
Amparito. El 2007 nos encontró en el Lago de San Pablo, mi mami, mi hermana y
Mauricio.
El 2008
fue el primero con Andrea, vestidos de celeste y blanco en homenaje a Jemanjá
en la playa de Copacabana en Río de Janeiro con Braulio y Rejane, con Raul y
Adelaide. El 2009 fue en Cuenca, mi mami; Irene; Mauricio y mi hermana; Andrea
y yo. Al 2010 fue en Castelli, en Buenos Aires, primer año de Andrea sin
Carlos, su padre; con la Negra; Darío y Flavia; Carla, Marcos y Rosario.
Finalmente, llegó el 2011. Nos encontró en la hostería de Rubén en Ibarra, una
vez más mi mami, e Irene; Mauricio y Yazmina; Andrea y yo. Otra vez con año
viejo. Con viudas. Sin pristiños.