lunes, 22 de noviembre de 2010

Laz luces y la ciudad (redacciones escolares v)

Esta es sin duda mi primera redacción escolar sobre el 10 de agosto. Si sobre algún feriado obligatorio no escribí nunca una redacción fue sobre el 10 de agosto. El régimen de sierra estaba ese día inevitablemente en vacaciones. Tuve la fortuna de nunca necesitar los meses de vacaciones para enfrenar los exámenes de septiembre que en mis épocas de estudiante de colegio se llamaban “suspensos y aplazados”.

Recuerdo las clases de historia en dónde nos hablaron de Ante, Quiroga y Zambrano, de la convincente actuación de Manuela, la Cañizares claro, de la forma en que se llevó y entregó una carta de madrugada. También de lo que ocurriría casi un año después, para lo que mejor que leerlo es verlo en el museo de cera. También recuerdo el orgullo con que se mencionaba que por ese día de agosto de 1809, a Quito le correspondía el nombre glorioso de “Luz de América”, por haber dado el primer grito de la independencia americana. Si lo de las proezas de Abdón Calderón no lo creí nunca, de este grito primerizo estuve convencido por mucho tiempo. Pasaron años antes de convencerme que Estados Unidos y Haití se habían levantado muchos años antes, y que si se trataba solo de España, ya Chuquisaca en Bolivia había manifestado su propio grito, un poco antes el mismo año. Pero no importa, la fecha y el hecho fueron importantes.

Recuerdo todavía aquel 10 de agosto del setenta y nueve, donde la palabra bonita del presidente Roldós y el folclore propio de Don Assad, marcarían no solo el regreso a la democracia y el estreno de un congreso unicameral sino el frecuente enfrentamiento entre los poderes del Estado. Luego estaba la elección anual del presidente de la función legislativa que por entonces se llamaba Cámara Nacional de Representantes y los consecuentes “cambios de camiseta” que han adornado la política ecuatoriana estos poco más de treinta años.

Fue precisamente en diez de agosto en que asistí por televisión a la posesión de los presidentes Febres Cordero, Borja, Durán Ballén y a través de reportajes, noticias y alguna vez a casi vergonzosas transmisiones en vivo a más cambios de camiseta.

En el plano personal hay cosas que merecen ser recordadas. En la niñez y primeros años de juventud, las vacaciones ya en agosto parecían largas. Se jugaba al fútbol, a los escondites, a los marros, a los perros y venados, a las quemadas. A las cartas se jugaba cosas que inexplicablemente hoy todavía recuerdo, como el “ocho loco”, “vete a pescar” o el “burro inflado”. Alguna vez, al monopolio o una versión brasileña del juego que había en casa en que las avenidas caras se llamaban Copacabana, Ipanema y Leblón. Alguna vez, en lugar de “las cogidas” empezábamos a experimentar con besitos de piquito. Recuerdo claramente aquel en que fui encerrado en la parte superior de la escalera que llevaba a una terraza con María Cristina y su lengua.

En esos años me gané algunos sucres en el inusual oficio de lustrabotas, con las botas de trabajo de mi padre, y otros sucres, tal vez, más con el inusual oficio de “sacador de canas”, una de las vanidades que él tenía. Su afición a la lectura era impresionante. De él se me pegó la costumbre de buscar en los periódicos fundamentalmente los artículos de opinión, pero nunca pude, como él hacía leer los artículos de opinión de días pasados en que estos no pudieron ser leídos. Me quedó la costumbre también de buscar esos artículos en más de una fuente. Se me había encargado el trabajo de caminando ir los domingos al puesto de periódicos que había en el Hotel Colón, que por entonces no se llamaba todavía Hilton, “El Tiempo” de Bogotá, “El Comercio de Lima” o “La Nación” de Buenos Aires y por las lecturas dominicales en la mesa aprendí que el esfuerzo generalmente valía la pena.

Alguna vez el diez de agosto, aprovechando la cercanía del onomástico de papá, salimos de vacaciones. El más notable de esos viajes fue sin duda uno que hicimos a la provincia de Esmeraldas en el 78. Nos habíamos quedado hospedados en un hotel del pueblo, no de la playa que administraba un Sr. Ramos. Ese año había una cantidad de langostas, el insecto no el marisco, que atacaban al inicio de tarde a cuanto serrano descuidado pasaba. Mi papá había decidido volverse a sentar al frente del volante. Lo había hecho ya en el viaje más de una vez, y había completado el trayecto de Atacames a Súa en más de una ocasión hasta que, en un desafortunado movimiento, al llegar al hotel, y ya con el auto casi detenido en perfecto estacionamiento, en lugar de frenar aceleró a fondo. Crash. No volvió a tomar el volante de un auto.

El primer diez de agosto, después de su muerte, mamá nos llevó a un pequeño hotel de descanso cerca de Amaguaña. Había dos piscinas, baños saúna y turco. En la tarde del 10 de agosto, en el pequeño hotel vimos la transmisión del discurso del presidente Febres Cordero, a pesar de que papá no estaba. Se inauguraba así una nueva costumbre, la de pasar juntos, los tres. Mi mamá, mi hermana y yo. Interrumpida a veces por la presencia de nuestras parejas, como ocurrió precisamente aquella ocasión, al día siguiente, en que fuimos cinco, con Chelita y Enrique.