jueves, 16 de diciembre de 2010

Y la Guaragua (redacciones escolares viii)

Diciembre ha sido siempre un mes festivo y, en Quito, un poco más debido a la primera semana de diciembre. Semana de toros, de desfile de carrozas, de feria de comida típica, de teatro callejero, de bailes callejeros, de más desfiles, de concursos de reina sin desfile en traje de baño, de campeonatos “mundiales” de cuarenta, de restaurantes con comida española, cantaores y bailadoras. Jamás se me pasó por la cabeza, ni a ninguno de los que compartió conmigo aquellos días, discutir sobre si se debía o no celebrar la fundación española de la ciudad.

Mis recuerdos de esas fiestas son tan diversos como las edades en que los hechos ocurrieron. Recuerdo de pequeño, como nos llevaban a los toros y como mi papá me explicaba de verónicas y chicuelinas, de molinetes y naturales. Recuerdo cuando, a los once años, alcancé la mayoría de edad taurina cuando mi papá compró para mí una entrada en la general que por entonces todavía tenía una malla de alambre y a donde, me había explicado mi papá, iban los jóvenes de fiesta. La tarde fue de fiesta en toda la plaza, “el Niño de la Capea” cortó dos orejas en el tercer toro e indultó al sexto; Palomo Linares cortó dos en el cuarto; el compatriota Fabián Mena no lo hizo mal.

Fueron varios años en que efectivamente al numerado de la puerta 9, ya sin malla, fui con Galo y otros amigos, como había sido dicho ya antes: de fiesta. Grandes recuerdos de esa tendido del que salió alguna novia ocasional y el título de esta redacción. De aquellas experiencias taurinas, quedaron grabados en la memoria, dos cosas notables: la primera, como es mucho más difícil, al terminar la jornada, bajar de la plaza que subir … con muletas; y la segunda, el recuerdo de la señora que con un auténtico enojo, y luego de recibir varias gotas de la cerveza que Paco había tirado al aire cuando nos llegó la hora de hacer la ola, le dijo a Paco; “Mire mozalbete ¿por qué no se tira la cerveza usted mismo?”, invitación que Paco aceptó gustoso, mientras todos reíamos y aplaudíamos a la señora cuya cara se iba transformando de enojo a risa, con cada centímetro cúbico de cerveza que chorreaba sobre la humanidad de mi amigo.

De adolescentes, y aun de niños, tuvimos la suerte de asistir a presentaciones musicales en vivo: algún flamenco español en un restaurante que se llamaba “La Trainera” con una guitarra, un cajón y dos bailadoras, una morena de piernas larguísimas y una rubia de la que me enamoré en dos minutos; alguna vez a Marielisa en “El Portón” a quien escuché una de las dos versiones en vivo del Cristo de Pacalahuina que oí en mi vida, la otra fue años después y en la propia Nicaragua; otra vez fue a los Reales, en el Palacio de los Deportes de la Vicentina; y la más notable, a los “Chavales de España” en el legendario Le Toucan, que me contaron eso de que la española cuando besa, sí que besa de verdad. Lo que pude comprobar algunos años después.

En la Universidad, las fiestas fueron con los amigos de la Escuela. Aquel fantástico grupo al que autonombramos A4: Adriana, Celso, Diego, Jorge, José, Juan, Gustavo, Marcelo, Nelson, Pablo, Patricio, Pedro y Raul. Con ellos, recorrimos algunos de esos bailes callejeros, una vez en el CCNU, otra en la calle Polonia, en una de las viejas aulas de lo que había sido el Colegio Americano, jugamos un larguísimo campeonato de cuarenta en el que jugaba en pareja con Gustavo mientras algún compañero confundido trataba de hacer un “largo de piscina” a brazadas, solo que en el piso. Con varios de ellos, amanecimos alguna vez de farra, y así como estábamos, fuimos a rendir examen. Nos juntamos más de una vez en la “sede social” de Tumbaco, para hacer una parrilla, e intentar embriagar, por turnos, al buen Vinicio.

Pero con nadie hubo más complicidad en esas fiestas que con Galo, a veces solos, a veces con más amigos, a veces mejor acompañados. Recuerdo, por ejemplo, un día en que aposté con él en el tradicional restaurante “Los Caldos” que me comería una cucharada de ají, para divertirnos un poco, para impresionar a la muchacha que estaba a mi izquierda mucho más. Recuerdo aquel larguísimo 5 de diciembre, que empezó en los toros y terminó a la madrugada del 6 en “Planeta Picasso” en el que hubo algún encuentro cuya descripción no pasaría la censura. Y recuerdo también, lo que ha sido el mejor corte de pelo que tuve en mi vida. Fue un 3 de diciembre, y con Galo fuimos, todavía no sé por qué, a una peluquería en la que dos mujeres muy atractivas y aun más generosas, con escotes profundos e inexistentes sostenes, volcadas sobre nosotros, nos lavaron el cabello. Que día de suerte y que viva Quito.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Moradas y palacios (redacciones escolares vii)

Tuve la suerte, durante la infancia y adolescencia, de pasar El Día de los Muertos lejos de los cementerios. El abuelo que faltaba se había ido aun antes de conocer a estos nietos. Con la complicidad de la independencia cuencana, se había convertido en un feriado más largo. Como los otros feriados religiosos, estuvo casi siempre adornado por las tradicionales coladas moradas y guaguas de pan. Recuerdo claramente como, cuando niños, en la casa de los primos en San Juan, alguna vez discutíamos porque la falta de una guagua individual nos obligaba a reñir por quién se comería la cabeza, quién un brazo o una pierna. Antes de comerla, la guagua debía ser “bautizada” con el caldo de la famosa colada, que puede incluir dependiendo de la receta moras, piñas y frutillas sobre la base del ingrediente principal: el mortiño. Eso que, en otras partes, se llama arándano o agrás.

El recuerdo más persistente de las guaguas estuvo siempre relacionado con una lluvia imposible que me agarró en la mitad del camino de regreso desde el Chantilly. No encontré a tiempo lugar para escampar y, en segundos, estuve completamente empapado. Entonces, seguí caminando bajo la lluvia, disfrutando del contacto con el agua fría y de la expresión de extrañeza que ponían las personas al verme caminar, como un loco, con excesiva tranquilidad y con las guaguas en una bolsa a la que trataba de proteger lo mejor que podía. Nunca encontré una mejor manera de vivir ese refrán de … “al mal tiempo, buena cara”.

El recuerdo de finados más importante viene, sin embargo, de una ocasión en la que nos reunimos en casa de mi tía Cecilia, en el barrio del Rosario, con todos los tíos y primos y alguna consuegra de la familia de mi abuela materna. El propósito de la reunión de aquel día era jugar algo que, según nos contaba la abuela, había sido en Quito tan tradicional al día de finados como las guaguas de pan.

El “Juego del Palacio”, que jugamos esa sola vez, requería una preparación importante. Primero, estaban los dados. Se necesitaban seis. A los cuatro primeros se les pintaban de blanco cinco caras, dejando visible un solo número en cada dado: un uno, un dos, un tres y un cuatro. A los otros dos dados, se les pintaba de blanco las seis caras, para luego, con tinta de otro color se pintaba en una sola de sus caras blancas, un martillo en uno de esos dados, y una campana en el otro. También, había que preparar las tarjetas, todas de idéntico tamaño: una tarjeta con un martillo, otra con una campana, otra con un martillo y una campana, la cuarta con un burro y la quinta con un palacio.

Lo siguiente era conseguir los cocos. Unos minúsculos cocos que abundaban en Quito en la niñez de algunas palmeras que habían aprendido a dar frutos a 2800 metros, aun cuando sus frutos fueran pequeños e incomibles. Los cocos eran la moneda oficial del juego. Los jugadores debían llevarlas para jugar. En aquella ocasión, sin embargo, jugamos con sucres, que todavía existían, y no con cocos. Era difícil conseguir tantos cocos para tantos jugadores.

Luego venía la subasta, cada pieza se vendía al mejor postor con un sistema de martillo de quien da más. Cada pieza se vendía por separado, y la pieza de mayor valor era el burro. No recuerdo en cuanto se subastaron el martillo, la campana, el martillo y la campana, o el palacio, pero sí recuerdo claramente el precio de venta del burro. Fue por algo más de cien sucres. Lo compró mi tío Raúl. Con el resultado de las subastas, se constituía un pozo. Ningún jugador podía poseer más de una figura.

En el juego, cada jugador tomaba su turno y lanzaba los datos. Si había tantos, es decir números, estos se sumaban. Si aparecían las figuras, el jugador debía pagar al dueño de la figura, sea al martillo, la campana, o el martillo y la campana, el número de cocos, en nuestro caso, sucres. Si había puntos, pero no figura, el jugador tomaba para sí del pozo, el número de “tantos propios”. Si había figuras pero no punto, el dueño de la figura pagaba un punto al burro, si todo era blanco, el pozo pagaba un punto al burro. El juego continuaba hasta que el pozo quedaba con un número menor o igual a diez cocos. Entonces, si el jugador obtenía en puntos el mismo número de cocos en el pozo, eran suyos y terminaba el juego, sino si aparecían puntos debía pagarse al palacio, o continuar pagando al burro, si todo salía blanco.

Fue una tarde divertida, por la participación de todos, pero sobre todo por la dinámica que la abuela le ponía a las cosas y la pregunta de todos, si el burro iba a llegar a pagar el valor de la subasta. Llegó.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Días de octubre (redacciones escolares vi)

El feriado de octubre involucraba, en mis tiempos de estudiante dos días, tanto el 9 como el 12, que, en ocasiones, eran feriados solo porque los demás no trabajaban, y además, para nosotros, los estudiantes de la Sierra significaba el final de las vacaciones. Las clases se iniciaban inmediatamente después. Con el transcurso de los años, las clases fueron iniciando más temprano, en torno al primer día de octubre, justamente en los días de aquel tremendo aguacero que los quiteños de antes llamaban el “cordonazo de San Francisco”.

El 12 de octubre, aunque marcado con el nombre de “Día de la Raza”, es la fecha del, nos decían entonces, “Descubrimiento de América”, y sobre él cual escribí más de una vez, la primera redacción del año escolar, describiendo una y otra vez la historia de un tal Rodrigo de Triana que, al avistar la Española, gritaba “tierra, tierra” para tranquilidad de sus compañeros de viaje, alegría de Don Cristóbal y pesar de los descubiertos. Sin embargo, ninguna narración ha sido tan divertida como la parodia que Les Luthiers nos presentara cuando Don Rodrigo llegaba a la isla y los indígenas contentos gritaban en coro, en contraste al solo de Triana, “nos descubrieron, nos descubrieron”.

El 12 de octubre, durante toda mi niñez y juventud, no generó mayores complicaciones. Sin embargo, al acercarse el aniversario de los 500 años, empezaron las críticas sobre si era conveniente celebrar o no semejante acontecimiento, y las propuestas por terminar con aquel feriado. Afortunadamente, junto con Pedro y Pablo, no los apóstoles sino mis buenos compañeros de la universidad, volvimos realidad la idea de conmemorar esos quinientos años en el lugar apropiado: la Española.

El 9 de octubre, en cambio, se conmemora aun la gesta de octubre, fecha de Guayaquil. Y precisamente en Guayaquil fue donde mejor disfrutamos todo ese feriado, en más de una ocasión; gracias al esfuerzo de papá y mamá por hacer coincidir los trabajos del interminable puente que sobre el río Daule construía. El punto central del paseo era, para mi padre, la Feria de Durán, tanto por las exposiciones como por la presencia de algunos artistas, particularmente la portorriqueña Iris Chacón de quién él estaba, de alguna manera no demasiado secreta, aficionado.

Para nosotros, aun muchachos, Guayaquil era un lugar en donde, casi siempre, todo giraba en torno a la comida. En los restaurantes de la Víctor Emilio Estrada, la 9 de octubre o la Carlos Julio Arosemena Tola, los ceviches y el arroz con menestra de la Arbolada, el encebollado de la avenida Quito. También en los desayunos de los diversos hoteles que fueron, dependiendo de la mayor o menor restricción económica del momento, el Ramada, el Alexander o el San Juan. El lugar favorito para comer era un restaurante pequeño, en la Primero de Mayo, que operaba en lo que había sido, alguna vez, un estacionamiento. Se llamaba La Chimenea, lugar de hayacas, de pasteles, del intragable caldo de manguera y, por sobre todo, del arroz con cangrejo.

Pero el recuerdo mayor, y seguro el más grato, ocurría en la Dulcería Las Palmas, en pleno Centro, como se decía entonces. Un lugar donde, sin falta, nos llevaban de niños, y donde parecía que el reloj se había detenido hacía unos cincuenta años. Los panes dulces, los pasteles de queso, los batidos calientes con el vaso de hielo licuado a un lado lucían siempre buenos, pero por alguna razón tan antiguos como se veían los meseros que atendían en el lugar. Lo mejor eran, sin duda, los helados. Mi favorito era la combinación de leche con mora, pero los sabores eran múltiples. En una ocasión, el más antiguo de los antiguos meseros se acercó a nuestra mesa, y tomó la orden de helados. Cada quien ordenó una combinación distinta de dos sabores. Ocho en total en cuatro copas. Llegaron cuatro helados, ocho sabores, tal vez cinco de los ordenados, ninguna combinación acertó. El viejo nos miraba con mayor extrañeza que la mirada que le ofrecíamos a él. Levantó sus hombros, sonrío con picardía, nos dijo que estaba ya viejo y los distribuyó a su antojo, pero con mucha gracia. Los disfrutamos, sin protestar.

El lugar, el momento y la acción de aquel mesero marcó, en mi memoria, el recuerdo del Guayaquil que conocí de niño. Al lugar regresé muchos años después, en un viaje de trabajo, precisamente en compañía de Pedro, de nuevo el amigo, no el apóstol. El reloj continuaba detenido.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Laz luces y la ciudad (redacciones escolares v)

Esta es sin duda mi primera redacción escolar sobre el 10 de agosto. Si sobre algún feriado obligatorio no escribí nunca una redacción fue sobre el 10 de agosto. El régimen de sierra estaba ese día inevitablemente en vacaciones. Tuve la fortuna de nunca necesitar los meses de vacaciones para enfrenar los exámenes de septiembre que en mis épocas de estudiante de colegio se llamaban “suspensos y aplazados”.

Recuerdo las clases de historia en dónde nos hablaron de Ante, Quiroga y Zambrano, de la convincente actuación de Manuela, la Cañizares claro, de la forma en que se llevó y entregó una carta de madrugada. También de lo que ocurriría casi un año después, para lo que mejor que leerlo es verlo en el museo de cera. También recuerdo el orgullo con que se mencionaba que por ese día de agosto de 1809, a Quito le correspondía el nombre glorioso de “Luz de América”, por haber dado el primer grito de la independencia americana. Si lo de las proezas de Abdón Calderón no lo creí nunca, de este grito primerizo estuve convencido por mucho tiempo. Pasaron años antes de convencerme que Estados Unidos y Haití se habían levantado muchos años antes, y que si se trataba solo de España, ya Chuquisaca en Bolivia había manifestado su propio grito, un poco antes el mismo año. Pero no importa, la fecha y el hecho fueron importantes.

Recuerdo todavía aquel 10 de agosto del setenta y nueve, donde la palabra bonita del presidente Roldós y el folclore propio de Don Assad, marcarían no solo el regreso a la democracia y el estreno de un congreso unicameral sino el frecuente enfrentamiento entre los poderes del Estado. Luego estaba la elección anual del presidente de la función legislativa que por entonces se llamaba Cámara Nacional de Representantes y los consecuentes “cambios de camiseta” que han adornado la política ecuatoriana estos poco más de treinta años.

Fue precisamente en diez de agosto en que asistí por televisión a la posesión de los presidentes Febres Cordero, Borja, Durán Ballén y a través de reportajes, noticias y alguna vez a casi vergonzosas transmisiones en vivo a más cambios de camiseta.

En el plano personal hay cosas que merecen ser recordadas. En la niñez y primeros años de juventud, las vacaciones ya en agosto parecían largas. Se jugaba al fútbol, a los escondites, a los marros, a los perros y venados, a las quemadas. A las cartas se jugaba cosas que inexplicablemente hoy todavía recuerdo, como el “ocho loco”, “vete a pescar” o el “burro inflado”. Alguna vez, al monopolio o una versión brasileña del juego que había en casa en que las avenidas caras se llamaban Copacabana, Ipanema y Leblón. Alguna vez, en lugar de “las cogidas” empezábamos a experimentar con besitos de piquito. Recuerdo claramente aquel en que fui encerrado en la parte superior de la escalera que llevaba a una terraza con María Cristina y su lengua.

En esos años me gané algunos sucres en el inusual oficio de lustrabotas, con las botas de trabajo de mi padre, y otros sucres, tal vez, más con el inusual oficio de “sacador de canas”, una de las vanidades que él tenía. Su afición a la lectura era impresionante. De él se me pegó la costumbre de buscar en los periódicos fundamentalmente los artículos de opinión, pero nunca pude, como él hacía leer los artículos de opinión de días pasados en que estos no pudieron ser leídos. Me quedó la costumbre también de buscar esos artículos en más de una fuente. Se me había encargado el trabajo de caminando ir los domingos al puesto de periódicos que había en el Hotel Colón, que por entonces no se llamaba todavía Hilton, “El Tiempo” de Bogotá, “El Comercio de Lima” o “La Nación” de Buenos Aires y por las lecturas dominicales en la mesa aprendí que el esfuerzo generalmente valía la pena.

Alguna vez el diez de agosto, aprovechando la cercanía del onomástico de papá, salimos de vacaciones. El más notable de esos viajes fue sin duda uno que hicimos a la provincia de Esmeraldas en el 78. Nos habíamos quedado hospedados en un hotel del pueblo, no de la playa que administraba un Sr. Ramos. Ese año había una cantidad de langostas, el insecto no el marisco, que atacaban al inicio de tarde a cuanto serrano descuidado pasaba. Mi papá había decidido volverse a sentar al frente del volante. Lo había hecho ya en el viaje más de una vez, y había completado el trayecto de Atacames a Súa en más de una ocasión hasta que, en un desafortunado movimiento, al llegar al hotel, y ya con el auto casi detenido en perfecto estacionamiento, en lugar de frenar aceleró a fondo. Crash. No volvió a tomar el volante de un auto.

El primer diez de agosto, después de su muerte, mamá nos llevó a un pequeño hotel de descanso cerca de Amaguaña. Había dos piscinas, baños saúna y turco. En la tarde del 10 de agosto, en el pequeño hotel vimos la transmisión del discurso del presidente Febres Cordero, a pesar de que papá no estaba. Se inauguraba así una nueva costumbre, la de pasar juntos, los tres. Mi mamá, mi hermana y yo. Interrumpida a veces por la presencia de nuestras parejas, como ocurrió precisamente aquella ocasión, al día siguiente, en que fuimos cinco, con Chelita y Enrique.

sábado, 30 de octubre de 2010

Valerosamente en Pichincha (redacciones escolares iv)

Todavía recuerdo el paseo que, con nueve años, realicé en compañía del “grado” a “La Cima de la Libertad”. El lugar donde, nos había dicho el profesor, íbamos a recrear los sucesos con que terminaron 300 años de conquista y habían traído la libertad a nuestras tierras:

“Desde Chillogallo venía de sorpresa el Gran Mariscal venezolano. Entre sus hombres se encontraba el más bravo cuencano que haya visitado nuestro mundo hasta la fecha. Subieron de Chillogallo al Guagua, y luego atacarían con la ventaja de la altura a las fuerzas realistas. Cuando bajaba el ejército por el Pichincha una bala de cañón impactó en Abdón Calderón desmembrándole un brazo. Él pasó a sostener la bandera con la otra; y luego cuando una segunda bala le cortaba el brazo sano, siguió el patriota valiente cargando la bandera con la boca al tiempo que gritaba viva el Ecuador.

Así fue como me lo contaron. Así, literalmente. Igual que se cuentan otras cosas fantásticas, lo contó en el bus que nos llevó del colegio a la Cima de la Libertad algún profesor. Así lo creyeron muchos. No importaba tanto que para el momento de la batalla, el mariscal todavía no era mariscal. Ni que faltaban varios años antes de que el Ecuador apareciera como país. Ni siquiera importaba tanto que alguien no solo no se desmaye desangrado en semejante condición, sino que además, sea capaz de gritar algo, con la misma boca con la que sostiene una bandera.

No sé a quien más le contaron esa historia. No sé, si muchos recibieron otra versión del héroe, tal vez menos televisiva. No sé si a alguien le contaron la historia y le dijeron que se trataba solo de una alegoría para transmitir el heroísmo. Pero sé que conocí a muchos a quienes la historia se la contaron más o menos así, y que se lo creyeron por un par de días. Tal vez más. Sé que, como ha ocurrido con tantas otras historias y afirmaciones fantásticas o milagrosas, tendrían en su momento la intención de sembrar algo bueno: el nacionalismo, el amor a la patria, la devoción al héroe.

Seguramente, hoy a los niños de siete u ocho años no les cuenten esas historias. Y tal vez hoy, si a alguno se la cuentan, no la crea. Pero con esas ideas, me pregunto, no se habría también institucionalizado la capacidad de creer en héroes milagrosos, de tratar vivir de fantasías y de glorias antiguas que residen solo en el deseo de pertenecer a algo más grande.

¿Hay alguna diferencia cuando esas historias fantasiosas y fantásticas las cuenta el maestro de escuela, el cura, o el padre? Tal vez prefiramos una historia en la que el canciller de un país solo capituló cuando le pusieron una pistola en la cabeza. Que el himno es el segundo más bonito después de La Marsellesa. Que en algún lugar del Oriente está realmente escondido el más fabuloso tesoro. Que somos un país rico muy rico. Que cuando las cosas salen mal es siempre culpa de alguien más, y que además ese alguien más es malo, poderoso y está lejos.

En el ámbito personal, los 24 fueron bastante normales, con dos excepciones: el del año de la muerte del presidente Roldós, que coincidió con la convalecencia de una cirugía de mi madre, y uno en la universidad que fue divertido:

Recuerdo, lo que nos pasó a unos amigos y a mí que cuando fuimos a Salinas por un feriado de tres días el 24 de mayo con un equipo de fútbol femenino. Como si se tratara de una canción de Maná hicimos un viaje con tanta mujer: tres amigos y ellas. Como en la canción estábamos perdidos, pero no en un barco, en un auto. En un silencio absoluto, conduciendo mientras las chicas dormían, imaginando en cada curva una parte del guión de una mala película porno de la que seríamos protagonistas. Al llegar nos dijeron: muchachos bajen las maletas. La verdad fue muy distinta de la fantasía. Ni remotamente se concretaría una orgía. Lo más cerca que estuve de ser el centro de las miradas mientras recibía favores sexuales fueron los diez segundos en que, por la noche y una vez aclaradas muchas cosas, una de las chicas peligrosamente se agachaba dirigiendo su cabeza y boca en dirección al punto donde mis piernas se encontraban con el resto del cuerpo. Pocos segundos después me di cuenta que la intención lejos de ser erótica respondía más bien a un reflejo biológico provocado por el exceso de alcohol.

Después de remover los remanentes del suceso terminamos pasándola bien: una noche de diversión, de amigos y amigas, de mucha coquetería.

Terminó siendo una historia normal, pero buena y no una fantástica. Por eso, un hombre valiente pero hombre, y no un súper héroe, o un semidios vive en nuestros corazones después de haber muerto valerosamente en Pichincha peleando por aquello en que creía.

viernes, 22 de octubre de 2010

¡Qué trabajo! (redacciones escolares iii)

De todos los feriados obligatorios de lejos el más aburrido fue siempre el día del trabajo. No tenían tradiciones, no tenían comida especial, no tenían reuniones especiales. Los días del trabajo daban siempre trabajo. De los meses y años que siguieron al regreso a la democracia, lo que persiste en mi memoria son las marchas que los primero de mayo eran infaltables, y que eran organizadas por el Frente Unitario de Trabajadores. De éste, a su vez, a mí me llamaba la atención que tuviera entre sus componentes a una unión laboral de trabajadores que se calificaba en el nombre como cristiana.

Las redacciones escolares de la escuela, giraban una y otra vez, un año y el siguiente, en torno a los sucesos que habían acaecido con unos trabajadores en una ciudad, lo supe después, de un país en el que día del trabajo no se celebra los uno de mayo.

Lo demás era reivindicar los logros de los trabajadores. Trabajar un máximo de ocho horas por día, cuarenta y cuatro horas a la semana. En algún momento de mi niñez, tal vez al mismo tiempo que de la jornada estudiantil desaparecían la mañana y la tarde con almuerzo en casa, para aparecer la jornada única; la mayoría de los miembros de la familia de mamá vieron desaparecer de sus vidas el trabajo del sábado en la mañana. La jornada laboral se volvía para muchos de cuarenta horas. La jornada única trajo tardes más largas, en las que había tiempo suficiente para ver programas de televisión como Telejardín o el “Tío Johnny”; sus concursos, su vaso de leche y sus cascaritas. También había tiempo para terminar la comida. Ya no había pretexto para saltar el “arroz de cebada” o el “timbushka” porque teníamos que volver al colegio. La paciencia, y no el recorrido del bus del colegio fueron el nuevo límite de espera para pasar de la sopa al segundo o seco como le decían otros.

Las tardes más libres nos daban tiempo a mi hermana y a mí para incrementar nuestras horas de juego. Juegos que en turnos iban del fútbol al té, a la casita, o la enfermera. Tal vez el juego favorito de la niñez fue los “Titanes en el Ring”. Casi siempre era yo la Momia, luchador sordomudo; pero también era Pepino, el payaso; o Yolanka, el astronauta. Invariablemente mi hermana era Martín Caralajeán, que a las viuditas tenía mal, el campeón del torneo, el que nunca perdía en la televisión y casi siempre en casa.

En los primero de mayo siempre hablaban de lo malo que era el gobierno o del servicio sumiso de los integrantes del gobierno a intereses imperialistas. También casi siempre se hablaba de aumentos o, como ya había sucedido en más de una ocasión, de nuevos salarios extraordinarios. El campeón de esos salarios, según recuerdo, había sido el presidente Carlos Julio Arosemena. En ese tiempo en que mis días de redacciones escolares se acercaban a su fin se aprobaba el decimoquinto sueldo. Aun a esa edad ya me preguntaba por qué tantos salarios si el año solo tiene doce meses. Cuando a poco de inaugurar su período el gobierno del presidente Roldós duplicó el salario mínimo vital se me ocurrían varias pregunta ingenuas: una, qué pasaba con aquellos que ganaban más que el salario mínimo, sería que se duplicaba también; dos, de donde se sacaba la plata para los aumentos. Entendí que los empresarios y comerciantes venderían más caro para poder cubrir los aumentos, y que el gobierno podría imprimir billetes si le hacía falta. Unos ocho años después que eso había contribuido de manera importante a que el presidente Borja, durante su gobierno intentara sin éxito bajar la inflación al 30%, después de haber enfrentado y vencido en segunda vuelta al líder de un partido político que se llamaba precisamente Roldosista, y que enumeraba entre sus logros precisamente ese histórico aumento.

Así es la vida, a veces puro trabajo.

viernes, 15 de octubre de 2010

Todos los granos del mundo (Redacciones escolares ii)

Hablar del viernes santo, es sin duda hablar un poco de una muerte anunciada. Y seguramente no son muchos los lugares en que se anuncia tanto como en la tierra de la fanesca.

No es de extrañar que los habitantes de una ciudad tan franciscana, hayan fomentado tradiciones y ritos que giran al rededor de la semana mayor de la cristiandad. Según cuentan, durante la primera mitad del siglo veinte, las muchachas de sociedad estrenaban ropa especial para la visita a los monumentos. Los jueves santos se debían visitar siete iglesias. En ellas, las esculturas de santos y de eventos relativos a la pasión de Cristo eran vestidas, adornadas y adoradas por las ilustres visitantes que con coquetos sombreros y elegantes guantes flirteaban, en unas ocasiones con galanes de sociedad, en otras con algún agraciado y zalamero chulla.

La visita debía ser hecha caminando. Cuestión nada difícil para la gente que vivía en una ciudad que todavía conservaba cierto carácter colonial donde en una misma calle se podían encontrar siete iglesias. Aún hoy el visitante contemporáneo, puede un domingo cualquiera visitar estos templos, ya no para ver mujeres bonitas, sino para ver las obras de arte, la arquitectura, las huellas de los terremotos y erupciones y las desgarradoras imágenes que producen la mezcla de la fe y la pobreza.

Las muchachas debían preparar un itinerario. Ellas sabían que en cada templo encontrarían a un grupo similar con el que se libraría una pequeña batalla en el campo de la moda. De la Catedral al Sagrario, de la Compañía a San Francisco, de la Merced al Carmen Bajo, finalmente Santo Domingo. Que si San Diego sí. Que si San Roque no.

Por lo demás era una semana de recato, especialmente el viernes. No se debía comer carne roja. No se debía bañar por el riesgo de convertirse en un pez. No se debían tener malos pensamientos, bailar, decir malas palabras, y mucho, pero mucho menos, tener relaciones sexuales.
Pero el verdadero trabajo era la preparación del menú del viernes: fanesca, molo y arroz con leche. La fanesca lleva: fréjol, judía, fríjol, alubia, frijol, habichuela o poroto; choclo, jojoto, elote o mazorca de maíz; haba o faba; arveja o guisante; zapallo, auyama o calabaza; col o repollo; y maní. Para el caldo se usa leche.

Salvo la mitad del maíz, los granos se cocinan por separado. Un ingrediente fundamental es el pescado bacalao noruego. Que es mejor si es realmente noruego y si viene en una caja de cartón de color azul celeste. Hay quien lo cocina en la misma sopa, hay quien primero lo cocina en leche para luego agregarlo al caldo. No son pocos los que añaden el pescado solo al momento de servir. No falta quien le pone arroz y semillas de zambo tostadas. Algunos completan el menjurje agregándole melloco. Un extraño tubérculo redondo, pequeño, amarillo y baboso difícil de conseguir en otras latitudes.

Mientras se realiza la larga cocción se elaboran los adornos. Unas rosquillas fritas. Unas mínimas empanadas de harina rellenas con queso. Trozos largos de queso fresco. Huevo duro picado y decorado con hojas de culantro. Unas rodajas de maqueño frito. Al momento de servir, sobre la generosa ración de consistente sopa, se colocan de manera casi artística los adornos de a dos en dos.

El tradicional segundo plato era el molo. Que no es más que un no muy sofisticado puré de papas, sobre una base de lechuga con pedazos de queso fresco cortados en forma de cubos alargados. Para el postre, nada más tradicional que el arroz con leche. Un arroz dulce, al que se le añade azúcar, pasas y unas ramas de canela.

La proliferación de restaurantes, fondas, comederos, así como las variadas entregas de comida a domicilio, que surgen con el crecimiento de la ciudad, brinda hoy a quiteños y chagras la oportunidad de comer fanesca aún antes de que la semana santa se acerque siquiera. Se anuncia, a veces con bombos y platillos, otras con modestos carteles, casi durante toda la cuaresma. Es el aumento de estos anuncios lo que en estos días nos recuerda que se acerca el próximo feriado.

Pero salvo la culinaria, las demás tradiciones se han ido perdiendo, o al menos han ido perdiendo fuerza. Es cierto que los restaurantes de carne, para esos días venden fundamentalmente pescado, pero ya no miran mal a quien pide un centro de lomo, término medio, papas fritas y la grata compañía de una copa de cabernet-sauvignon.

Las playas y otros destinos turísticos están abarrotados durante toda la semana y créanlo o no, la gente se baña sin temor al inoportuno brote de escamas. No todas las discotecas están abiertas, pero las que abren tienen gente y trabajan hasta la mitad de la madrugada. No propiamente por algún temor que los danzantes podrían tener de convertirse en micos saltarines por farrear tanto en días tan santos, sino más bien, por la retrógrada decisión de una antigua administración municipal, que de manera insólita, han mantenido las subsiguientes.

Para mí, los primeros recuerdos de semana santa giran casualmente alrededor de la fanesca, la de mamá claro. Por si no fuera ya bastante complicado preparar cualquier fanesca, mamá la hace con los granos pelados. Ésta era una tarea que podía llevar varios días. Como tantas cosas en la vida, era a la vez molesto y divertido. El maíz cocido era relativamente fácil, el crudo y tierno requería habilidad, paciencia y la disposición para terminar con los dedos húmedos y blancos. Las habas eran las más duras, se requería incluso acudir a picar con los dientes para poder retirar la cáscara. La arveja y el fréjol eran un poco más de lo mismo. Pero siempre estaba presente la silenciosa competencia con mi hermana por ver quien completaba primero su ración.

El viernes santo era un almuerzo familiar ampliado al que acudían los abuelos, los tíos, los primos, a veces las madres de los tíos políticos y alguno que otro vecino. El almuerzo empezaba con las humitas, choclotandas o chumales, según a que Maruja uno le pregunte. Luego la fanesca, que un poco por los granos pelados y mucho por la extraordinaria habilidad de mamá en la cocina era no solo deliciosa, sino blanquísima. No se hacía molo, en su lugar se repetía fanesca. Tampoco había arroz con leche, se servían higos con queso, una debilidad del abuelo. La bebida natural era la cerveza, Pilsener por supuesto

La tertulia, que en buena medida gracias a la orientación que a papá le gustaba dar a esas cosas, giraba en torno a la política o la cultura. Ésta era interrumpida con frecuentes chascarrillos del abuelo y chistes de los tíos y también por la inevitable preocupación de la abuela por que a los nietos se les sirva primero.

En la tarde “los grandes” tomaban whisky, o ron, o un licor dulce, o un café. No podía faltar el comentario de alguien sobre como había sido la procesión. Una representación del vía-cruxis, en la que hombres y mujeres con almas de mártires caminan descalzos tras los varios Cristos y sus cruces. Algunos se flagelan a sí mismos con golpes de cabuya, a veces incluso sobre espaldas desnudas, y no son pocos los que con una crueldad inusitada, se hacen acompañar de sus hijos pequeños. Hay varios que hacen el recorrido de rodillas. Entre la multitud se destacan los denominados cucuruchos. Hombres o mujeres que para guardar el anonimato se visten con unos trajes que parecen sotanas de monjes franciscanos, pero que sobre su cabeza usan unos conos largos del mismo material y color que la sotana y que oculta toda la cara. El disfraz es parecido al de los miembros del Ku Kux Clan, pero ciertamente, los personajes son menos siniestros.

Saliendo de la infancia, las tradiciones cambiaron. Los grandes almuerzos se tradujeron en viajes a la playa, a veces con la familia cercana, a veces con Galo. La única constante fue la fanesca.

En la universidad, la semana santa coincidió siempre con los exámenes bimestrales. A veces estudiando teoremas de geometría en el espacio, otras descifrando las complejidades de las series de Fourier, adivinando las complejas ecuaciones de los sistemas de resortes con varios grados de libertad, las metodologías para desarrollar sistemas de información o por qué no, la complejidad de los algoritmos de búsqueda y ordenamiento. También fue una época de tradiciones, en la que además de fanesca existieron las constantes de los compañeros de estudios: Pablo, Marcelo, Luis, Adriana, Pedro, Jorge, Gustavo, Diego, Nelson, Patricio, Pepe, Juan y Celso. Una tradición que bautizamos entonces con una letra y un dígito: A4.

Con el tiempo y los viajes la semana santa se fue haciendo menos tradicional, esto es sin fanesca. La primera que pasé en Caracas me sorprendió con la larga cola de fieles que se dirigen a la iglesia de San Francisco, descalzos y con una túnica púrpura, para pagar promesa al nazareno. Una verdadera peregrinación. Los días largos y tranquilos, mostraban una ciudad casi fantasma. El ruido, el tráfico y el alboroto de esta ciudad se reducen a tal extremo, que uno no sabe si la ciudad gana o pierde algo, solo sabe que se transforma. En el pequeño pueblo del Hatillo presencié una representación teatral y callejera del juicio, el lavado de manos de Pilatos, los latigazos, las caídas y la crucifixión. Me recordó mucho a la procesión quiteña, pese a que nunca asistí a una, ni siquiera por televisión. Después supe que era una tradición común en los pueblos pequeños de Venezuela.

De las últimas semanas santas, solo merecen la pena mencionarse tres. La que coincidió con la celebración en Quito de los ochenta años de quien a la vez es mi comadre, mi abuela y mi madrina. Y las últimas dos, que fueron viajando, de nuevo soltero, y en compañía de un par de buenos amigos. Pareciera que una nueva tradición se ha creado: hacer un viaje interesante, junto al chico negro y la chica blanca, como seguramente llamaría la banda australiana INXS a Henry y María de los Angeles.

No sé si la próxima será un viaje y mucho menos si lo haré o no acompañado. No sé si comeré o no fanesca, Pero tengo la impresión que cuando un hombre puede recordar sus tradiciones estas siguen vivas y por tanto, lleva consigo todos los granos del mundo. Y con ellos siempre se puede preparar la fanesca.

domingo, 10 de octubre de 2010

Las Carnestolendas (Redacciones escolares i)

Hoy por alguna razón extraña y ninguna en particular, recordé una tarea de tercer grado de escuela cuando la maestra nos envió como trabajo de casa una redacción sobre los carnavales. Era una costumbre escribir una redacción sobre cada festividad y su significado. Sobre el día de los difuntos, la Navidad, el año nuevo, el día de la raza, el descubrimiento del Amazonas, la batalla del Pichincha. Traté de recordar inútilmente que escribí y decidí rehacer estas tareas aún a riesgo de que nunca lleguen de nuevo a mi maestra.

Los festejos del carnaval han sido muy variados. Más de una vez se jugó con agua más o menos potable. Mis recuerdos de esos festejos van hasta el despliegue salvaje de una verdadera guerra campal entre hombres y mujeres de distintas edades. Los combatientes libramos la batalla con agua, harina, huevos, aceite y lodo, en una quinta bastante grande en el puerto de Manta, de propiedad de un capitán cuyo apellido, al igual que otros detalles de semejante evento, se han ido diluyendo. Es posible que la quinta no haya sido tan grande, y que no hayamos sido más que un par de decenas de personas, pero aún a conciencia de la tendencia a magnificar las cosas que uno vivió en la infancia no me queda duda alguna de que fue una pelea feroz. Estoy tan seguro de eso como de haber escuchado la voz de mamá advirtiendo: “Cuidado con los guaguas”.
También fue memorable el juego en el 735 de la calle Gonzalo Gallo. Era un almuerzo dominguero como tantos otros que se celebraban en casa de los abuelos, cuando la familia de mamá no era más grande pero estaba más completa. Fue un juego en el patio, a los 18 o 20 grados del mediodía quiteño en la que todos: primos, tíos, padres, hermanos y nietos terminamos tiritando con las ropas pegadas al cuerpo por el frío típico de las aguas de alta montaña y que hace pensar a hombres y mujeres de tierras más calientes que los hinchas de la Liga estamos locos. Pero tal vez lo más sabroso de ese encuentro fue que el abuelo, siempre reticente al juego con agua y con la elegancia que lo caracterizó toda la vida vistió traje y corbata y se echó en el centro de su propia cama. De esa manera construyó para si mismo un escudo invisible de protección tan bueno como los de una película de George Lucas. Ese escudo que pudo contenernos a todos fracasó estruendosamente con la decisión que siempre ha caracterizado a la abuelita, a la que no detuvieron ni el traje, ni la corbata ni los gritos desesperados del abuelo que decía: “Anita, estoy en su lado de la cama”. Y ahí, vestido y alborotado lo empapó para satisfacción propia y de los medio congelados espectadores.

Hubo otros carnavales húmedos. Me refiero a la humedad de la ropa mal secada y no a la que a veces nuestros subconscientes ligan de manera espontánea con la disposición sexual de la mujer. Húmedos como aquel que celebramos en las, para nosotros cálidas, tierras del valle de Guayllabamba. En la finca de Catalina. Fue un carnaval de una juventud temprana, de amores imposibles, de deseos fugaces. Desbocada pero sana. Ocasión en la que luego del obligatorio baño comunal se continuó el festejo con un baile y unas “cubas libres”: nuestra bebida casi oficial por esa época. Pero de esos carnavales con agua ninguno tiene un sabor más agradable que el que me dejó un carnaval en la adolescencia. Fue un carnaval frío y oscuro, tanto que había desanimado a todos los muchachos vecinos del conjunto habitacional. El último día, un martes, mi hermana y yo bajamos con medio centenar de “bombas de agua” y nos las echamos uno al otro, con la misma convicción que muchos años más tarde vería en el rostro del ex – Vicepresidente Blasco Peñaherrera dirigiéndose al centro de la plaza indoamérica para tomar el baño sagrado que compartimos los hinchas de la U después de conseguir un título.

Otros carnavales fueron aprovechados en viajes. De estos el recuerdo más antiguo va hacia la hoy por hoy fantasmal ciudad de Baños viaje del que solo recuerdo el regreso complicado por el golpe militar al quinto y último gobierno de Velasco Ibarra. Varios viajes fueron hacia Ambato, la tierra que por esos días usualmente se transforma en la capital de las flores, las frutas y el festejo “civilizado”. De estos carnavales ambateños, el que más recuerdos me trae fue el solidario carnaval que siguió a la muerte de papá.

El último también fue un viaje. Pero éste fue un viaje a casa. Un viaje al lindo Quito de mi vida, a la familia, a los amigos. Un carnaval en casa que por si mismo fue todo un acontecimiento.

De estos viajes de carnaval recuerdo con satisfacción y cariño aquellos que compartimos con Galo. Esos viajes de playa, de fogatas y tragos. Viajes compartidos entre amigos. Viajes de contemplaciones, no en el sentido espiritual de la palabra sino en el de la vista. Galo contemplando las chicas lindas, yo contemplando las buenas. Fue en uno de estos viajes de carnaval a la playa que viví una experiencia divertida que me motivaron a escribir esta confesión.

Llegar a Atacames en un feriado sin reservación era toda una aventura. Pero para tres individuos jóvenes, era parte de la aventura. Nuestras infructuosas paradas incluyeron aquellos hoteles y cabañas que nos habían servido de hospedaje en otras ocasiones. Casi hacia el final del día, llegamos a unas cabañas nuevas. En estas conseguimos una habitación en una cabaña que tenía un pequeño defecto: le faltaban las ventanas. Por esos días yo todavía conformaba las filas de los seguidores del desagradable pero sabroso vicio de fumar. Con las horas de viaje me hacía falta prender uno. Mientras fumaba, un hombre de unos treinta y pocos años, de mediana estatura, tez muy blanca, bigotes, cabello castaño y un poco gordo se me acercó para pedirme le facilitara fósforos.

Al escucharlo hablar me sorprendí. La imagen del hombre que se acercaba, con unos pantalones de color caqui, una camisa a cuadros de manga larga y una barriga que delataba un largo historial de cerveza; no concordaba con una voz aguda, casi femenina. No fue solo la voz. También me sorprendieron los movimientos de las manos. Éstos tenían la expresividad de un mimo. Pero más sorprendente aún fueron las preguntas que hizo después cuando Galo y Luis se juntaron. Si estábamos solos, si teníamos compromiso para esa noche, si teníamos compromiso para la noche siguiente, si nos gustaba la guitarra, que si nos podríamos juntar más tarde.

Después de esquivar las preguntas como pudimos, cuando nos quedamos solos, casi al unísono dijimos: “es maricón”. Nos sentíamos los tres un poco intimidados. La sensación de haber sido objeto de lo que nos pareció un intento de conquista nos animó para sin palabras acordar el propósito de evitar al vecino al máximo. Esa noche cenamos en Walfredo: arroz con menestra y pescado frito y después de unas cuantas cervezas Pilsener de 750 cl. nos fuimos al hotel, más por la preocupación de la ausencia de ventanas que por el mismo cansancio.

Unos minutos después de entrar a nuestra habitación escuchamos unos golpes a la puerta. Era nuestro vecino. Cargaba consigo una botella de ron, una de coca cola y unos vasos plásticos. Antes de alcanzar a reaccionar se metió en la habitación y empezamos a conversar. El tono de la voz seguía siendo agudo, los movimientos de las manos seguían siendo evidentes, pero su presencia ya no intimidaba, era un tipo de hablar simpático.

Descubrimos que era cuencano, aunque el acento cantado se disimulaba, vivía en Quito desde hacía años y trabajaba en un organismo del Estado. Nos había comentado que podríamos cantar unas canciones y tomar unos tragos. Al poco tiempo volvieron a golpear la puerta. Cuando Luis abrió eran dos muchachas, que estaban bastante bien. Cargaban consigo una guitarra. Entre canción y libación se hizo la una de la mañana y las muchachas se fueron. Él se quedó y continuamos charlando. Hablamos de política, de religión, del Estado y otros de esos temas que salen en noches como esa. Cerca de las tres nos contó un poco su historia.
El era casado. Las dos muchachas eran manabitas y hermanas. La mayor, que debía tener unos 28 años era su amante. Ella sabía que el era casado y sabía que el no tenía intención de dejar a su esposa en el futuro cercano. La esposa pensaba que el estaba en Cuenca visitando a los padres que afortunadamente tenían el teléfono dañado. La familia de la amante creía que el era soltero y lo consideraba novio oficial y con buenas intenciones. De alguna manera, los padres se enteraron del viaje a la playa y le pusieron a la hermana de 25 años de chaperona. La habitación tenía una cama matrimonial y una sencilla. La sencilla era para él. Afirmaba amar por igual a las dos: a la esposa y a la amante.

El siguiente día nos encontramos en la playa. Era todo un espectáculo, nuestro amigo usaba pantalones largos doblados hasta un poco más abajo de la rodilla. Una camiseta de mangas largas. Tenía la cara blanca de tanto protector y usaba un sombrero mexicano. Cuando saludamos y sin que las muchachas escuchen nos recordó que en Cuenca las posibilidades de agarrar un bronceado playero son escasas. Al caer la noche se nos unieron al salir. Fuimos los seis a una discoteca en la que conversamos, tomamos unas “cubas libres” y bailé una sola canción con la hermana menor quien evidentemente había hecho una elección. No fui yo. Eran como las once de la noche cuando Galo comentó estar cansado y con un dolor de cabeza que ciertamente existía por el recuerdo cercano de un amor complicado y mal curado. Nos comentó que se marchaba para el hotel. Luis se decidió también por el hotel y nuestro amigo, antes de que yo pudiera reaccionar, me entregó un paquete de Marlboro rojo, unos cupones para otros tragos de ron y nos deseó una noche llena de diversión. Al despedirse se acercó a mi oído y me pidió que no llegara antes del amanecer.

La cara de la muchacha era no sé si de decepción o de resignación. Pero sin protestas se quedó. Permanecimos en esa discoteca un poco más de una hora bailando un par de canciones y conversando tontamente un poco más. Luego fuimos a Sambayé, llegamos en pleno de set de salsa y nos conectamos en el baile. En Sambayé nos quedamos hasta las tres y treinta y luego la playa.

La consigna de no regresar temprano no había sido solo para mí. Su hermana también se lo había pedido. Al vernos llegar solos y con cara de tipos decentes, nuestro amigo vio en el grupo la oportunidad de que alguien le diera algunas horas de privacidad y, con toda certeza, de desenfreno sexual. Fue solo a la cabaña en la primera noche con el acuerdo previo de regresar en menos de treinta minutos si la cosa no se veía bien. Si tardaba más, ellas se unirían con la guitarra. Mi compañera originalmente había pensado en Galo o Luis que estaban más acorde a su edad. Pero al final y para mi satisfacción estaba contenta con la elección que su cuñado hizo antes de que a mí también me entraran las ganas de irme para la cabaña. Así fue este viaje de carnaval, en el que juzgamos de homosexual a quien no lo era y viví una noche muy agradable que empezó muy mal y terminó muy bien. Un carnaval húmedo no por jugar con agua, sino por la intensidad de los besos.