jueves, 16 de diciembre de 2010

Y la Guaragua (redacciones escolares viii)

Diciembre ha sido siempre un mes festivo y, en Quito, un poco más debido a la primera semana de diciembre. Semana de toros, de desfile de carrozas, de feria de comida típica, de teatro callejero, de bailes callejeros, de más desfiles, de concursos de reina sin desfile en traje de baño, de campeonatos “mundiales” de cuarenta, de restaurantes con comida española, cantaores y bailadoras. Jamás se me pasó por la cabeza, ni a ninguno de los que compartió conmigo aquellos días, discutir sobre si se debía o no celebrar la fundación española de la ciudad.

Mis recuerdos de esas fiestas son tan diversos como las edades en que los hechos ocurrieron. Recuerdo de pequeño, como nos llevaban a los toros y como mi papá me explicaba de verónicas y chicuelinas, de molinetes y naturales. Recuerdo cuando, a los once años, alcancé la mayoría de edad taurina cuando mi papá compró para mí una entrada en la general que por entonces todavía tenía una malla de alambre y a donde, me había explicado mi papá, iban los jóvenes de fiesta. La tarde fue de fiesta en toda la plaza, “el Niño de la Capea” cortó dos orejas en el tercer toro e indultó al sexto; Palomo Linares cortó dos en el cuarto; el compatriota Fabián Mena no lo hizo mal.

Fueron varios años en que efectivamente al numerado de la puerta 9, ya sin malla, fui con Galo y otros amigos, como había sido dicho ya antes: de fiesta. Grandes recuerdos de esa tendido del que salió alguna novia ocasional y el título de esta redacción. De aquellas experiencias taurinas, quedaron grabados en la memoria, dos cosas notables: la primera, como es mucho más difícil, al terminar la jornada, bajar de la plaza que subir … con muletas; y la segunda, el recuerdo de la señora que con un auténtico enojo, y luego de recibir varias gotas de la cerveza que Paco había tirado al aire cuando nos llegó la hora de hacer la ola, le dijo a Paco; “Mire mozalbete ¿por qué no se tira la cerveza usted mismo?”, invitación que Paco aceptó gustoso, mientras todos reíamos y aplaudíamos a la señora cuya cara se iba transformando de enojo a risa, con cada centímetro cúbico de cerveza que chorreaba sobre la humanidad de mi amigo.

De adolescentes, y aun de niños, tuvimos la suerte de asistir a presentaciones musicales en vivo: algún flamenco español en un restaurante que se llamaba “La Trainera” con una guitarra, un cajón y dos bailadoras, una morena de piernas larguísimas y una rubia de la que me enamoré en dos minutos; alguna vez a Marielisa en “El Portón” a quien escuché una de las dos versiones en vivo del Cristo de Pacalahuina que oí en mi vida, la otra fue años después y en la propia Nicaragua; otra vez fue a los Reales, en el Palacio de los Deportes de la Vicentina; y la más notable, a los “Chavales de España” en el legendario Le Toucan, que me contaron eso de que la española cuando besa, sí que besa de verdad. Lo que pude comprobar algunos años después.

En la Universidad, las fiestas fueron con los amigos de la Escuela. Aquel fantástico grupo al que autonombramos A4: Adriana, Celso, Diego, Jorge, José, Juan, Gustavo, Marcelo, Nelson, Pablo, Patricio, Pedro y Raul. Con ellos, recorrimos algunos de esos bailes callejeros, una vez en el CCNU, otra en la calle Polonia, en una de las viejas aulas de lo que había sido el Colegio Americano, jugamos un larguísimo campeonato de cuarenta en el que jugaba en pareja con Gustavo mientras algún compañero confundido trataba de hacer un “largo de piscina” a brazadas, solo que en el piso. Con varios de ellos, amanecimos alguna vez de farra, y así como estábamos, fuimos a rendir examen. Nos juntamos más de una vez en la “sede social” de Tumbaco, para hacer una parrilla, e intentar embriagar, por turnos, al buen Vinicio.

Pero con nadie hubo más complicidad en esas fiestas que con Galo, a veces solos, a veces con más amigos, a veces mejor acompañados. Recuerdo, por ejemplo, un día en que aposté con él en el tradicional restaurante “Los Caldos” que me comería una cucharada de ají, para divertirnos un poco, para impresionar a la muchacha que estaba a mi izquierda mucho más. Recuerdo aquel larguísimo 5 de diciembre, que empezó en los toros y terminó a la madrugada del 6 en “Planeta Picasso” en el que hubo algún encuentro cuya descripción no pasaría la censura. Y recuerdo también, lo que ha sido el mejor corte de pelo que tuve en mi vida. Fue un 3 de diciembre, y con Galo fuimos, todavía no sé por qué, a una peluquería en la que dos mujeres muy atractivas y aun más generosas, con escotes profundos e inexistentes sostenes, volcadas sobre nosotros, nos lavaron el cabello. Que día de suerte y que viva Quito.

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