sábado, 5 de febrero de 2011

Del Dulce Jesús Mío a los pristiños con miel (redacciones escolares ix)

El feriado de Navidad marcó siempre una época festiva y de vacaciones. Las clases en la escuela y el colegio terminaban cerca del 24 de diciembre y solo se retornaba en enero, pocas veces antes del seis. Por causa de las fiestas de Quito, era frecuente decorar las casas para la navidad solo después del 6 de diciembre. A veces esa misma tarde, otras tantas en el primer fin de semana siguiente.

La costumbre más arraigada de la ciudad era “La Novena”. Nueve noches antes del 25 de diciembre se rezaba y cantaba, generalmente con vecinos de cuadra, preparándose para la navidad. Estos cantos se hacían generalmente frente al nacimiento o pesebre. Era frecuente que las casas en Quito tuvieran tanto árbol como nacimiento.

En casa, por lo menos para mí, la novena no era obligatoria. El nacimiento que armaba mamá era sofisticado. Además de las figuras tradicionales, se completaba con musgo un micro-clima. No faltaba la laguna de patos, para la que se utilizaba un espejo, un corral con cerdos, más de una vaca. Alguna vez la tecnología había llegado al pesebre y se podía encontrar arados, tractores y, alguna vez, aeropuerto con aviones y todo.

Cuando muy niños, y por varios años, el árbol fue plateado y de luces y adornos coloridas. Hoy, al contemplar los juegos de luces generalmente disponibles en los árboles actuales, pienso que se perdió imaginación. Mamá tenía un conjunto de luces que remataban en unas estrellas grandes y pesadas; unas burbujas con líquido que se ponían boca arriba y que después de calentar empezaban como a hervir y hacer burbujitas, unos rayos que no eran más que cobertores de plástico que generaban la sensación de emanar luz como saliendo de un prisma. En la punta, había un adorno que llegaba de la punta del árbol al techo y que estaba lleno con una especie de algodón de fibra que luego picaba las manos.

Muy temprano supe que Papá Noel no andaba por esos lares y que los regalos de navidad eran el esfuerzo de los padres. También alguna vez descubrimos que mamá, previsiva, a veces compró los juguetes con muchas semanas de anticipación. Los años siguientes aprovechamos con mi hermana las tardes para buscar en cuanto posible escondite se veía posible para buscar, y a veces encontrar, lo que sería el regalo de navidad.

De todos esos regalos, algunos fueron especiales. Los mecanos que permitían armar cosas pero que gracias a que traían tenazas, destornilladores y alguna otra herramienta, permitían también desarmar cosas; un juego de béisbol en tablero que llegó de Caracas y que resultaba extraño por vivir en una ciudad donde ese deporte solo se practicaba en las películas gringas y que año después nos dio partes y piezas para en un gesto de compasión y culpa compartir nuestros viejos juguetes con otros niños menos afortunados; el juego de guerra que me había traído mi tío Raúl Oswaldo, a pesar de que por haber estado sido estudiante en la época del mayo francés, y motivado por esos movimientos que corrieron por las universidades, y que incluía pistola, metralla y bazuka que disparaban de verdad, con sencillos compresores de aire, balas de plástico, y que tenía también un periscopio que sirvió para jugar y para espiar alguna vez a alguna vecina. El mejor regalo, y que tal vez contribuyó a esa pasión cinéfila que hoy profeso, fue un proyector de 8 milímetros, que venía con sus cuatro películas; una a colores de Tom y Jerry; y tres en blanco y negro, dos de Chaplin y una de vaqueros del oeste y que exigía, cada vez que se usaba una verdadera ceremonia de preparación, que partía de oscurecer el ambiente, colocar y enganchar los rollos y hasta corregir con cinta “Scotch” algún pedazo faltante. Sin audio en la película, el ronronear de los motores del proyector generaban una sensación de cine en casa muy distinta a la de un teatro en casa 5.1.

La cena de navidad, casi siempre se pasó con la familia de mi mami en Quito. Alguna vez en nuestra casa, y muchas veces en lo de mi tío Raul, primero el departamento en la Avenida América, luego en el Valle de Cumbayá. La cena, casi siempre tenía pavo relleno. Con el tiempo el pavo fue acompañado o reemplazado por el jamón glaseado. El postre, invariablemente, fue un plato de pristiños con miel.

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