sábado, 30 de octubre de 2010

Valerosamente en Pichincha (redacciones escolares iv)

Todavía recuerdo el paseo que, con nueve años, realicé en compañía del “grado” a “La Cima de la Libertad”. El lugar donde, nos había dicho el profesor, íbamos a recrear los sucesos con que terminaron 300 años de conquista y habían traído la libertad a nuestras tierras:

“Desde Chillogallo venía de sorpresa el Gran Mariscal venezolano. Entre sus hombres se encontraba el más bravo cuencano que haya visitado nuestro mundo hasta la fecha. Subieron de Chillogallo al Guagua, y luego atacarían con la ventaja de la altura a las fuerzas realistas. Cuando bajaba el ejército por el Pichincha una bala de cañón impactó en Abdón Calderón desmembrándole un brazo. Él pasó a sostener la bandera con la otra; y luego cuando una segunda bala le cortaba el brazo sano, siguió el patriota valiente cargando la bandera con la boca al tiempo que gritaba viva el Ecuador.

Así fue como me lo contaron. Así, literalmente. Igual que se cuentan otras cosas fantásticas, lo contó en el bus que nos llevó del colegio a la Cima de la Libertad algún profesor. Así lo creyeron muchos. No importaba tanto que para el momento de la batalla, el mariscal todavía no era mariscal. Ni que faltaban varios años antes de que el Ecuador apareciera como país. Ni siquiera importaba tanto que alguien no solo no se desmaye desangrado en semejante condición, sino que además, sea capaz de gritar algo, con la misma boca con la que sostiene una bandera.

No sé a quien más le contaron esa historia. No sé, si muchos recibieron otra versión del héroe, tal vez menos televisiva. No sé si a alguien le contaron la historia y le dijeron que se trataba solo de una alegoría para transmitir el heroísmo. Pero sé que conocí a muchos a quienes la historia se la contaron más o menos así, y que se lo creyeron por un par de días. Tal vez más. Sé que, como ha ocurrido con tantas otras historias y afirmaciones fantásticas o milagrosas, tendrían en su momento la intención de sembrar algo bueno: el nacionalismo, el amor a la patria, la devoción al héroe.

Seguramente, hoy a los niños de siete u ocho años no les cuenten esas historias. Y tal vez hoy, si a alguno se la cuentan, no la crea. Pero con esas ideas, me pregunto, no se habría también institucionalizado la capacidad de creer en héroes milagrosos, de tratar vivir de fantasías y de glorias antiguas que residen solo en el deseo de pertenecer a algo más grande.

¿Hay alguna diferencia cuando esas historias fantasiosas y fantásticas las cuenta el maestro de escuela, el cura, o el padre? Tal vez prefiramos una historia en la que el canciller de un país solo capituló cuando le pusieron una pistola en la cabeza. Que el himno es el segundo más bonito después de La Marsellesa. Que en algún lugar del Oriente está realmente escondido el más fabuloso tesoro. Que somos un país rico muy rico. Que cuando las cosas salen mal es siempre culpa de alguien más, y que además ese alguien más es malo, poderoso y está lejos.

En el ámbito personal, los 24 fueron bastante normales, con dos excepciones: el del año de la muerte del presidente Roldós, que coincidió con la convalecencia de una cirugía de mi madre, y uno en la universidad que fue divertido:

Recuerdo, lo que nos pasó a unos amigos y a mí que cuando fuimos a Salinas por un feriado de tres días el 24 de mayo con un equipo de fútbol femenino. Como si se tratara de una canción de Maná hicimos un viaje con tanta mujer: tres amigos y ellas. Como en la canción estábamos perdidos, pero no en un barco, en un auto. En un silencio absoluto, conduciendo mientras las chicas dormían, imaginando en cada curva una parte del guión de una mala película porno de la que seríamos protagonistas. Al llegar nos dijeron: muchachos bajen las maletas. La verdad fue muy distinta de la fantasía. Ni remotamente se concretaría una orgía. Lo más cerca que estuve de ser el centro de las miradas mientras recibía favores sexuales fueron los diez segundos en que, por la noche y una vez aclaradas muchas cosas, una de las chicas peligrosamente se agachaba dirigiendo su cabeza y boca en dirección al punto donde mis piernas se encontraban con el resto del cuerpo. Pocos segundos después me di cuenta que la intención lejos de ser erótica respondía más bien a un reflejo biológico provocado por el exceso de alcohol.

Después de remover los remanentes del suceso terminamos pasándola bien: una noche de diversión, de amigos y amigas, de mucha coquetería.

Terminó siendo una historia normal, pero buena y no una fantástica. Por eso, un hombre valiente pero hombre, y no un súper héroe, o un semidios vive en nuestros corazones después de haber muerto valerosamente en Pichincha peleando por aquello en que creía.

viernes, 22 de octubre de 2010

¡Qué trabajo! (redacciones escolares iii)

De todos los feriados obligatorios de lejos el más aburrido fue siempre el día del trabajo. No tenían tradiciones, no tenían comida especial, no tenían reuniones especiales. Los días del trabajo daban siempre trabajo. De los meses y años que siguieron al regreso a la democracia, lo que persiste en mi memoria son las marchas que los primero de mayo eran infaltables, y que eran organizadas por el Frente Unitario de Trabajadores. De éste, a su vez, a mí me llamaba la atención que tuviera entre sus componentes a una unión laboral de trabajadores que se calificaba en el nombre como cristiana.

Las redacciones escolares de la escuela, giraban una y otra vez, un año y el siguiente, en torno a los sucesos que habían acaecido con unos trabajadores en una ciudad, lo supe después, de un país en el que día del trabajo no se celebra los uno de mayo.

Lo demás era reivindicar los logros de los trabajadores. Trabajar un máximo de ocho horas por día, cuarenta y cuatro horas a la semana. En algún momento de mi niñez, tal vez al mismo tiempo que de la jornada estudiantil desaparecían la mañana y la tarde con almuerzo en casa, para aparecer la jornada única; la mayoría de los miembros de la familia de mamá vieron desaparecer de sus vidas el trabajo del sábado en la mañana. La jornada laboral se volvía para muchos de cuarenta horas. La jornada única trajo tardes más largas, en las que había tiempo suficiente para ver programas de televisión como Telejardín o el “Tío Johnny”; sus concursos, su vaso de leche y sus cascaritas. También había tiempo para terminar la comida. Ya no había pretexto para saltar el “arroz de cebada” o el “timbushka” porque teníamos que volver al colegio. La paciencia, y no el recorrido del bus del colegio fueron el nuevo límite de espera para pasar de la sopa al segundo o seco como le decían otros.

Las tardes más libres nos daban tiempo a mi hermana y a mí para incrementar nuestras horas de juego. Juegos que en turnos iban del fútbol al té, a la casita, o la enfermera. Tal vez el juego favorito de la niñez fue los “Titanes en el Ring”. Casi siempre era yo la Momia, luchador sordomudo; pero también era Pepino, el payaso; o Yolanka, el astronauta. Invariablemente mi hermana era Martín Caralajeán, que a las viuditas tenía mal, el campeón del torneo, el que nunca perdía en la televisión y casi siempre en casa.

En los primero de mayo siempre hablaban de lo malo que era el gobierno o del servicio sumiso de los integrantes del gobierno a intereses imperialistas. También casi siempre se hablaba de aumentos o, como ya había sucedido en más de una ocasión, de nuevos salarios extraordinarios. El campeón de esos salarios, según recuerdo, había sido el presidente Carlos Julio Arosemena. En ese tiempo en que mis días de redacciones escolares se acercaban a su fin se aprobaba el decimoquinto sueldo. Aun a esa edad ya me preguntaba por qué tantos salarios si el año solo tiene doce meses. Cuando a poco de inaugurar su período el gobierno del presidente Roldós duplicó el salario mínimo vital se me ocurrían varias pregunta ingenuas: una, qué pasaba con aquellos que ganaban más que el salario mínimo, sería que se duplicaba también; dos, de donde se sacaba la plata para los aumentos. Entendí que los empresarios y comerciantes venderían más caro para poder cubrir los aumentos, y que el gobierno podría imprimir billetes si le hacía falta. Unos ocho años después que eso había contribuido de manera importante a que el presidente Borja, durante su gobierno intentara sin éxito bajar la inflación al 30%, después de haber enfrentado y vencido en segunda vuelta al líder de un partido político que se llamaba precisamente Roldosista, y que enumeraba entre sus logros precisamente ese histórico aumento.

Así es la vida, a veces puro trabajo.

viernes, 15 de octubre de 2010

Todos los granos del mundo (Redacciones escolares ii)

Hablar del viernes santo, es sin duda hablar un poco de una muerte anunciada. Y seguramente no son muchos los lugares en que se anuncia tanto como en la tierra de la fanesca.

No es de extrañar que los habitantes de una ciudad tan franciscana, hayan fomentado tradiciones y ritos que giran al rededor de la semana mayor de la cristiandad. Según cuentan, durante la primera mitad del siglo veinte, las muchachas de sociedad estrenaban ropa especial para la visita a los monumentos. Los jueves santos se debían visitar siete iglesias. En ellas, las esculturas de santos y de eventos relativos a la pasión de Cristo eran vestidas, adornadas y adoradas por las ilustres visitantes que con coquetos sombreros y elegantes guantes flirteaban, en unas ocasiones con galanes de sociedad, en otras con algún agraciado y zalamero chulla.

La visita debía ser hecha caminando. Cuestión nada difícil para la gente que vivía en una ciudad que todavía conservaba cierto carácter colonial donde en una misma calle se podían encontrar siete iglesias. Aún hoy el visitante contemporáneo, puede un domingo cualquiera visitar estos templos, ya no para ver mujeres bonitas, sino para ver las obras de arte, la arquitectura, las huellas de los terremotos y erupciones y las desgarradoras imágenes que producen la mezcla de la fe y la pobreza.

Las muchachas debían preparar un itinerario. Ellas sabían que en cada templo encontrarían a un grupo similar con el que se libraría una pequeña batalla en el campo de la moda. De la Catedral al Sagrario, de la Compañía a San Francisco, de la Merced al Carmen Bajo, finalmente Santo Domingo. Que si San Diego sí. Que si San Roque no.

Por lo demás era una semana de recato, especialmente el viernes. No se debía comer carne roja. No se debía bañar por el riesgo de convertirse en un pez. No se debían tener malos pensamientos, bailar, decir malas palabras, y mucho, pero mucho menos, tener relaciones sexuales.
Pero el verdadero trabajo era la preparación del menú del viernes: fanesca, molo y arroz con leche. La fanesca lleva: fréjol, judía, fríjol, alubia, frijol, habichuela o poroto; choclo, jojoto, elote o mazorca de maíz; haba o faba; arveja o guisante; zapallo, auyama o calabaza; col o repollo; y maní. Para el caldo se usa leche.

Salvo la mitad del maíz, los granos se cocinan por separado. Un ingrediente fundamental es el pescado bacalao noruego. Que es mejor si es realmente noruego y si viene en una caja de cartón de color azul celeste. Hay quien lo cocina en la misma sopa, hay quien primero lo cocina en leche para luego agregarlo al caldo. No son pocos los que añaden el pescado solo al momento de servir. No falta quien le pone arroz y semillas de zambo tostadas. Algunos completan el menjurje agregándole melloco. Un extraño tubérculo redondo, pequeño, amarillo y baboso difícil de conseguir en otras latitudes.

Mientras se realiza la larga cocción se elaboran los adornos. Unas rosquillas fritas. Unas mínimas empanadas de harina rellenas con queso. Trozos largos de queso fresco. Huevo duro picado y decorado con hojas de culantro. Unas rodajas de maqueño frito. Al momento de servir, sobre la generosa ración de consistente sopa, se colocan de manera casi artística los adornos de a dos en dos.

El tradicional segundo plato era el molo. Que no es más que un no muy sofisticado puré de papas, sobre una base de lechuga con pedazos de queso fresco cortados en forma de cubos alargados. Para el postre, nada más tradicional que el arroz con leche. Un arroz dulce, al que se le añade azúcar, pasas y unas ramas de canela.

La proliferación de restaurantes, fondas, comederos, así como las variadas entregas de comida a domicilio, que surgen con el crecimiento de la ciudad, brinda hoy a quiteños y chagras la oportunidad de comer fanesca aún antes de que la semana santa se acerque siquiera. Se anuncia, a veces con bombos y platillos, otras con modestos carteles, casi durante toda la cuaresma. Es el aumento de estos anuncios lo que en estos días nos recuerda que se acerca el próximo feriado.

Pero salvo la culinaria, las demás tradiciones se han ido perdiendo, o al menos han ido perdiendo fuerza. Es cierto que los restaurantes de carne, para esos días venden fundamentalmente pescado, pero ya no miran mal a quien pide un centro de lomo, término medio, papas fritas y la grata compañía de una copa de cabernet-sauvignon.

Las playas y otros destinos turísticos están abarrotados durante toda la semana y créanlo o no, la gente se baña sin temor al inoportuno brote de escamas. No todas las discotecas están abiertas, pero las que abren tienen gente y trabajan hasta la mitad de la madrugada. No propiamente por algún temor que los danzantes podrían tener de convertirse en micos saltarines por farrear tanto en días tan santos, sino más bien, por la retrógrada decisión de una antigua administración municipal, que de manera insólita, han mantenido las subsiguientes.

Para mí, los primeros recuerdos de semana santa giran casualmente alrededor de la fanesca, la de mamá claro. Por si no fuera ya bastante complicado preparar cualquier fanesca, mamá la hace con los granos pelados. Ésta era una tarea que podía llevar varios días. Como tantas cosas en la vida, era a la vez molesto y divertido. El maíz cocido era relativamente fácil, el crudo y tierno requería habilidad, paciencia y la disposición para terminar con los dedos húmedos y blancos. Las habas eran las más duras, se requería incluso acudir a picar con los dientes para poder retirar la cáscara. La arveja y el fréjol eran un poco más de lo mismo. Pero siempre estaba presente la silenciosa competencia con mi hermana por ver quien completaba primero su ración.

El viernes santo era un almuerzo familiar ampliado al que acudían los abuelos, los tíos, los primos, a veces las madres de los tíos políticos y alguno que otro vecino. El almuerzo empezaba con las humitas, choclotandas o chumales, según a que Maruja uno le pregunte. Luego la fanesca, que un poco por los granos pelados y mucho por la extraordinaria habilidad de mamá en la cocina era no solo deliciosa, sino blanquísima. No se hacía molo, en su lugar se repetía fanesca. Tampoco había arroz con leche, se servían higos con queso, una debilidad del abuelo. La bebida natural era la cerveza, Pilsener por supuesto

La tertulia, que en buena medida gracias a la orientación que a papá le gustaba dar a esas cosas, giraba en torno a la política o la cultura. Ésta era interrumpida con frecuentes chascarrillos del abuelo y chistes de los tíos y también por la inevitable preocupación de la abuela por que a los nietos se les sirva primero.

En la tarde “los grandes” tomaban whisky, o ron, o un licor dulce, o un café. No podía faltar el comentario de alguien sobre como había sido la procesión. Una representación del vía-cruxis, en la que hombres y mujeres con almas de mártires caminan descalzos tras los varios Cristos y sus cruces. Algunos se flagelan a sí mismos con golpes de cabuya, a veces incluso sobre espaldas desnudas, y no son pocos los que con una crueldad inusitada, se hacen acompañar de sus hijos pequeños. Hay varios que hacen el recorrido de rodillas. Entre la multitud se destacan los denominados cucuruchos. Hombres o mujeres que para guardar el anonimato se visten con unos trajes que parecen sotanas de monjes franciscanos, pero que sobre su cabeza usan unos conos largos del mismo material y color que la sotana y que oculta toda la cara. El disfraz es parecido al de los miembros del Ku Kux Clan, pero ciertamente, los personajes son menos siniestros.

Saliendo de la infancia, las tradiciones cambiaron. Los grandes almuerzos se tradujeron en viajes a la playa, a veces con la familia cercana, a veces con Galo. La única constante fue la fanesca.

En la universidad, la semana santa coincidió siempre con los exámenes bimestrales. A veces estudiando teoremas de geometría en el espacio, otras descifrando las complejidades de las series de Fourier, adivinando las complejas ecuaciones de los sistemas de resortes con varios grados de libertad, las metodologías para desarrollar sistemas de información o por qué no, la complejidad de los algoritmos de búsqueda y ordenamiento. También fue una época de tradiciones, en la que además de fanesca existieron las constantes de los compañeros de estudios: Pablo, Marcelo, Luis, Adriana, Pedro, Jorge, Gustavo, Diego, Nelson, Patricio, Pepe, Juan y Celso. Una tradición que bautizamos entonces con una letra y un dígito: A4.

Con el tiempo y los viajes la semana santa se fue haciendo menos tradicional, esto es sin fanesca. La primera que pasé en Caracas me sorprendió con la larga cola de fieles que se dirigen a la iglesia de San Francisco, descalzos y con una túnica púrpura, para pagar promesa al nazareno. Una verdadera peregrinación. Los días largos y tranquilos, mostraban una ciudad casi fantasma. El ruido, el tráfico y el alboroto de esta ciudad se reducen a tal extremo, que uno no sabe si la ciudad gana o pierde algo, solo sabe que se transforma. En el pequeño pueblo del Hatillo presencié una representación teatral y callejera del juicio, el lavado de manos de Pilatos, los latigazos, las caídas y la crucifixión. Me recordó mucho a la procesión quiteña, pese a que nunca asistí a una, ni siquiera por televisión. Después supe que era una tradición común en los pueblos pequeños de Venezuela.

De las últimas semanas santas, solo merecen la pena mencionarse tres. La que coincidió con la celebración en Quito de los ochenta años de quien a la vez es mi comadre, mi abuela y mi madrina. Y las últimas dos, que fueron viajando, de nuevo soltero, y en compañía de un par de buenos amigos. Pareciera que una nueva tradición se ha creado: hacer un viaje interesante, junto al chico negro y la chica blanca, como seguramente llamaría la banda australiana INXS a Henry y María de los Angeles.

No sé si la próxima será un viaje y mucho menos si lo haré o no acompañado. No sé si comeré o no fanesca, Pero tengo la impresión que cuando un hombre puede recordar sus tradiciones estas siguen vivas y por tanto, lleva consigo todos los granos del mundo. Y con ellos siempre se puede preparar la fanesca.

domingo, 10 de octubre de 2010

Las Carnestolendas (Redacciones escolares i)

Hoy por alguna razón extraña y ninguna en particular, recordé una tarea de tercer grado de escuela cuando la maestra nos envió como trabajo de casa una redacción sobre los carnavales. Era una costumbre escribir una redacción sobre cada festividad y su significado. Sobre el día de los difuntos, la Navidad, el año nuevo, el día de la raza, el descubrimiento del Amazonas, la batalla del Pichincha. Traté de recordar inútilmente que escribí y decidí rehacer estas tareas aún a riesgo de que nunca lleguen de nuevo a mi maestra.

Los festejos del carnaval han sido muy variados. Más de una vez se jugó con agua más o menos potable. Mis recuerdos de esos festejos van hasta el despliegue salvaje de una verdadera guerra campal entre hombres y mujeres de distintas edades. Los combatientes libramos la batalla con agua, harina, huevos, aceite y lodo, en una quinta bastante grande en el puerto de Manta, de propiedad de un capitán cuyo apellido, al igual que otros detalles de semejante evento, se han ido diluyendo. Es posible que la quinta no haya sido tan grande, y que no hayamos sido más que un par de decenas de personas, pero aún a conciencia de la tendencia a magnificar las cosas que uno vivió en la infancia no me queda duda alguna de que fue una pelea feroz. Estoy tan seguro de eso como de haber escuchado la voz de mamá advirtiendo: “Cuidado con los guaguas”.
También fue memorable el juego en el 735 de la calle Gonzalo Gallo. Era un almuerzo dominguero como tantos otros que se celebraban en casa de los abuelos, cuando la familia de mamá no era más grande pero estaba más completa. Fue un juego en el patio, a los 18 o 20 grados del mediodía quiteño en la que todos: primos, tíos, padres, hermanos y nietos terminamos tiritando con las ropas pegadas al cuerpo por el frío típico de las aguas de alta montaña y que hace pensar a hombres y mujeres de tierras más calientes que los hinchas de la Liga estamos locos. Pero tal vez lo más sabroso de ese encuentro fue que el abuelo, siempre reticente al juego con agua y con la elegancia que lo caracterizó toda la vida vistió traje y corbata y se echó en el centro de su propia cama. De esa manera construyó para si mismo un escudo invisible de protección tan bueno como los de una película de George Lucas. Ese escudo que pudo contenernos a todos fracasó estruendosamente con la decisión que siempre ha caracterizado a la abuelita, a la que no detuvieron ni el traje, ni la corbata ni los gritos desesperados del abuelo que decía: “Anita, estoy en su lado de la cama”. Y ahí, vestido y alborotado lo empapó para satisfacción propia y de los medio congelados espectadores.

Hubo otros carnavales húmedos. Me refiero a la humedad de la ropa mal secada y no a la que a veces nuestros subconscientes ligan de manera espontánea con la disposición sexual de la mujer. Húmedos como aquel que celebramos en las, para nosotros cálidas, tierras del valle de Guayllabamba. En la finca de Catalina. Fue un carnaval de una juventud temprana, de amores imposibles, de deseos fugaces. Desbocada pero sana. Ocasión en la que luego del obligatorio baño comunal se continuó el festejo con un baile y unas “cubas libres”: nuestra bebida casi oficial por esa época. Pero de esos carnavales con agua ninguno tiene un sabor más agradable que el que me dejó un carnaval en la adolescencia. Fue un carnaval frío y oscuro, tanto que había desanimado a todos los muchachos vecinos del conjunto habitacional. El último día, un martes, mi hermana y yo bajamos con medio centenar de “bombas de agua” y nos las echamos uno al otro, con la misma convicción que muchos años más tarde vería en el rostro del ex – Vicepresidente Blasco Peñaherrera dirigiéndose al centro de la plaza indoamérica para tomar el baño sagrado que compartimos los hinchas de la U después de conseguir un título.

Otros carnavales fueron aprovechados en viajes. De estos el recuerdo más antiguo va hacia la hoy por hoy fantasmal ciudad de Baños viaje del que solo recuerdo el regreso complicado por el golpe militar al quinto y último gobierno de Velasco Ibarra. Varios viajes fueron hacia Ambato, la tierra que por esos días usualmente se transforma en la capital de las flores, las frutas y el festejo “civilizado”. De estos carnavales ambateños, el que más recuerdos me trae fue el solidario carnaval que siguió a la muerte de papá.

El último también fue un viaje. Pero éste fue un viaje a casa. Un viaje al lindo Quito de mi vida, a la familia, a los amigos. Un carnaval en casa que por si mismo fue todo un acontecimiento.

De estos viajes de carnaval recuerdo con satisfacción y cariño aquellos que compartimos con Galo. Esos viajes de playa, de fogatas y tragos. Viajes compartidos entre amigos. Viajes de contemplaciones, no en el sentido espiritual de la palabra sino en el de la vista. Galo contemplando las chicas lindas, yo contemplando las buenas. Fue en uno de estos viajes de carnaval a la playa que viví una experiencia divertida que me motivaron a escribir esta confesión.

Llegar a Atacames en un feriado sin reservación era toda una aventura. Pero para tres individuos jóvenes, era parte de la aventura. Nuestras infructuosas paradas incluyeron aquellos hoteles y cabañas que nos habían servido de hospedaje en otras ocasiones. Casi hacia el final del día, llegamos a unas cabañas nuevas. En estas conseguimos una habitación en una cabaña que tenía un pequeño defecto: le faltaban las ventanas. Por esos días yo todavía conformaba las filas de los seguidores del desagradable pero sabroso vicio de fumar. Con las horas de viaje me hacía falta prender uno. Mientras fumaba, un hombre de unos treinta y pocos años, de mediana estatura, tez muy blanca, bigotes, cabello castaño y un poco gordo se me acercó para pedirme le facilitara fósforos.

Al escucharlo hablar me sorprendí. La imagen del hombre que se acercaba, con unos pantalones de color caqui, una camisa a cuadros de manga larga y una barriga que delataba un largo historial de cerveza; no concordaba con una voz aguda, casi femenina. No fue solo la voz. También me sorprendieron los movimientos de las manos. Éstos tenían la expresividad de un mimo. Pero más sorprendente aún fueron las preguntas que hizo después cuando Galo y Luis se juntaron. Si estábamos solos, si teníamos compromiso para esa noche, si teníamos compromiso para la noche siguiente, si nos gustaba la guitarra, que si nos podríamos juntar más tarde.

Después de esquivar las preguntas como pudimos, cuando nos quedamos solos, casi al unísono dijimos: “es maricón”. Nos sentíamos los tres un poco intimidados. La sensación de haber sido objeto de lo que nos pareció un intento de conquista nos animó para sin palabras acordar el propósito de evitar al vecino al máximo. Esa noche cenamos en Walfredo: arroz con menestra y pescado frito y después de unas cuantas cervezas Pilsener de 750 cl. nos fuimos al hotel, más por la preocupación de la ausencia de ventanas que por el mismo cansancio.

Unos minutos después de entrar a nuestra habitación escuchamos unos golpes a la puerta. Era nuestro vecino. Cargaba consigo una botella de ron, una de coca cola y unos vasos plásticos. Antes de alcanzar a reaccionar se metió en la habitación y empezamos a conversar. El tono de la voz seguía siendo agudo, los movimientos de las manos seguían siendo evidentes, pero su presencia ya no intimidaba, era un tipo de hablar simpático.

Descubrimos que era cuencano, aunque el acento cantado se disimulaba, vivía en Quito desde hacía años y trabajaba en un organismo del Estado. Nos había comentado que podríamos cantar unas canciones y tomar unos tragos. Al poco tiempo volvieron a golpear la puerta. Cuando Luis abrió eran dos muchachas, que estaban bastante bien. Cargaban consigo una guitarra. Entre canción y libación se hizo la una de la mañana y las muchachas se fueron. Él se quedó y continuamos charlando. Hablamos de política, de religión, del Estado y otros de esos temas que salen en noches como esa. Cerca de las tres nos contó un poco su historia.
El era casado. Las dos muchachas eran manabitas y hermanas. La mayor, que debía tener unos 28 años era su amante. Ella sabía que el era casado y sabía que el no tenía intención de dejar a su esposa en el futuro cercano. La esposa pensaba que el estaba en Cuenca visitando a los padres que afortunadamente tenían el teléfono dañado. La familia de la amante creía que el era soltero y lo consideraba novio oficial y con buenas intenciones. De alguna manera, los padres se enteraron del viaje a la playa y le pusieron a la hermana de 25 años de chaperona. La habitación tenía una cama matrimonial y una sencilla. La sencilla era para él. Afirmaba amar por igual a las dos: a la esposa y a la amante.

El siguiente día nos encontramos en la playa. Era todo un espectáculo, nuestro amigo usaba pantalones largos doblados hasta un poco más abajo de la rodilla. Una camiseta de mangas largas. Tenía la cara blanca de tanto protector y usaba un sombrero mexicano. Cuando saludamos y sin que las muchachas escuchen nos recordó que en Cuenca las posibilidades de agarrar un bronceado playero son escasas. Al caer la noche se nos unieron al salir. Fuimos los seis a una discoteca en la que conversamos, tomamos unas “cubas libres” y bailé una sola canción con la hermana menor quien evidentemente había hecho una elección. No fui yo. Eran como las once de la noche cuando Galo comentó estar cansado y con un dolor de cabeza que ciertamente existía por el recuerdo cercano de un amor complicado y mal curado. Nos comentó que se marchaba para el hotel. Luis se decidió también por el hotel y nuestro amigo, antes de que yo pudiera reaccionar, me entregó un paquete de Marlboro rojo, unos cupones para otros tragos de ron y nos deseó una noche llena de diversión. Al despedirse se acercó a mi oído y me pidió que no llegara antes del amanecer.

La cara de la muchacha era no sé si de decepción o de resignación. Pero sin protestas se quedó. Permanecimos en esa discoteca un poco más de una hora bailando un par de canciones y conversando tontamente un poco más. Luego fuimos a Sambayé, llegamos en pleno de set de salsa y nos conectamos en el baile. En Sambayé nos quedamos hasta las tres y treinta y luego la playa.

La consigna de no regresar temprano no había sido solo para mí. Su hermana también se lo había pedido. Al vernos llegar solos y con cara de tipos decentes, nuestro amigo vio en el grupo la oportunidad de que alguien le diera algunas horas de privacidad y, con toda certeza, de desenfreno sexual. Fue solo a la cabaña en la primera noche con el acuerdo previo de regresar en menos de treinta minutos si la cosa no se veía bien. Si tardaba más, ellas se unirían con la guitarra. Mi compañera originalmente había pensado en Galo o Luis que estaban más acorde a su edad. Pero al final y para mi satisfacción estaba contenta con la elección que su cuñado hizo antes de que a mí también me entraran las ganas de irme para la cabaña. Así fue este viaje de carnaval, en el que juzgamos de homosexual a quien no lo era y viví una noche muy agradable que empezó muy mal y terminó muy bien. Un carnaval húmedo no por jugar con agua, sino por la intensidad de los besos.