viernes, 22 de octubre de 2010

¡Qué trabajo! (redacciones escolares iii)

De todos los feriados obligatorios de lejos el más aburrido fue siempre el día del trabajo. No tenían tradiciones, no tenían comida especial, no tenían reuniones especiales. Los días del trabajo daban siempre trabajo. De los meses y años que siguieron al regreso a la democracia, lo que persiste en mi memoria son las marchas que los primero de mayo eran infaltables, y que eran organizadas por el Frente Unitario de Trabajadores. De éste, a su vez, a mí me llamaba la atención que tuviera entre sus componentes a una unión laboral de trabajadores que se calificaba en el nombre como cristiana.

Las redacciones escolares de la escuela, giraban una y otra vez, un año y el siguiente, en torno a los sucesos que habían acaecido con unos trabajadores en una ciudad, lo supe después, de un país en el que día del trabajo no se celebra los uno de mayo.

Lo demás era reivindicar los logros de los trabajadores. Trabajar un máximo de ocho horas por día, cuarenta y cuatro horas a la semana. En algún momento de mi niñez, tal vez al mismo tiempo que de la jornada estudiantil desaparecían la mañana y la tarde con almuerzo en casa, para aparecer la jornada única; la mayoría de los miembros de la familia de mamá vieron desaparecer de sus vidas el trabajo del sábado en la mañana. La jornada laboral se volvía para muchos de cuarenta horas. La jornada única trajo tardes más largas, en las que había tiempo suficiente para ver programas de televisión como Telejardín o el “Tío Johnny”; sus concursos, su vaso de leche y sus cascaritas. También había tiempo para terminar la comida. Ya no había pretexto para saltar el “arroz de cebada” o el “timbushka” porque teníamos que volver al colegio. La paciencia, y no el recorrido del bus del colegio fueron el nuevo límite de espera para pasar de la sopa al segundo o seco como le decían otros.

Las tardes más libres nos daban tiempo a mi hermana y a mí para incrementar nuestras horas de juego. Juegos que en turnos iban del fútbol al té, a la casita, o la enfermera. Tal vez el juego favorito de la niñez fue los “Titanes en el Ring”. Casi siempre era yo la Momia, luchador sordomudo; pero también era Pepino, el payaso; o Yolanka, el astronauta. Invariablemente mi hermana era Martín Caralajeán, que a las viuditas tenía mal, el campeón del torneo, el que nunca perdía en la televisión y casi siempre en casa.

En los primero de mayo siempre hablaban de lo malo que era el gobierno o del servicio sumiso de los integrantes del gobierno a intereses imperialistas. También casi siempre se hablaba de aumentos o, como ya había sucedido en más de una ocasión, de nuevos salarios extraordinarios. El campeón de esos salarios, según recuerdo, había sido el presidente Carlos Julio Arosemena. En ese tiempo en que mis días de redacciones escolares se acercaban a su fin se aprobaba el decimoquinto sueldo. Aun a esa edad ya me preguntaba por qué tantos salarios si el año solo tiene doce meses. Cuando a poco de inaugurar su período el gobierno del presidente Roldós duplicó el salario mínimo vital se me ocurrían varias pregunta ingenuas: una, qué pasaba con aquellos que ganaban más que el salario mínimo, sería que se duplicaba también; dos, de donde se sacaba la plata para los aumentos. Entendí que los empresarios y comerciantes venderían más caro para poder cubrir los aumentos, y que el gobierno podría imprimir billetes si le hacía falta. Unos ocho años después que eso había contribuido de manera importante a que el presidente Borja, durante su gobierno intentara sin éxito bajar la inflación al 30%, después de haber enfrentado y vencido en segunda vuelta al líder de un partido político que se llamaba precisamente Roldosista, y que enumeraba entre sus logros precisamente ese histórico aumento.

Así es la vida, a veces puro trabajo.

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