domingo, 10 de octubre de 2010

Las Carnestolendas (Redacciones escolares i)

Hoy por alguna razón extraña y ninguna en particular, recordé una tarea de tercer grado de escuela cuando la maestra nos envió como trabajo de casa una redacción sobre los carnavales. Era una costumbre escribir una redacción sobre cada festividad y su significado. Sobre el día de los difuntos, la Navidad, el año nuevo, el día de la raza, el descubrimiento del Amazonas, la batalla del Pichincha. Traté de recordar inútilmente que escribí y decidí rehacer estas tareas aún a riesgo de que nunca lleguen de nuevo a mi maestra.

Los festejos del carnaval han sido muy variados. Más de una vez se jugó con agua más o menos potable. Mis recuerdos de esos festejos van hasta el despliegue salvaje de una verdadera guerra campal entre hombres y mujeres de distintas edades. Los combatientes libramos la batalla con agua, harina, huevos, aceite y lodo, en una quinta bastante grande en el puerto de Manta, de propiedad de un capitán cuyo apellido, al igual que otros detalles de semejante evento, se han ido diluyendo. Es posible que la quinta no haya sido tan grande, y que no hayamos sido más que un par de decenas de personas, pero aún a conciencia de la tendencia a magnificar las cosas que uno vivió en la infancia no me queda duda alguna de que fue una pelea feroz. Estoy tan seguro de eso como de haber escuchado la voz de mamá advirtiendo: “Cuidado con los guaguas”.
También fue memorable el juego en el 735 de la calle Gonzalo Gallo. Era un almuerzo dominguero como tantos otros que se celebraban en casa de los abuelos, cuando la familia de mamá no era más grande pero estaba más completa. Fue un juego en el patio, a los 18 o 20 grados del mediodía quiteño en la que todos: primos, tíos, padres, hermanos y nietos terminamos tiritando con las ropas pegadas al cuerpo por el frío típico de las aguas de alta montaña y que hace pensar a hombres y mujeres de tierras más calientes que los hinchas de la Liga estamos locos. Pero tal vez lo más sabroso de ese encuentro fue que el abuelo, siempre reticente al juego con agua y con la elegancia que lo caracterizó toda la vida vistió traje y corbata y se echó en el centro de su propia cama. De esa manera construyó para si mismo un escudo invisible de protección tan bueno como los de una película de George Lucas. Ese escudo que pudo contenernos a todos fracasó estruendosamente con la decisión que siempre ha caracterizado a la abuelita, a la que no detuvieron ni el traje, ni la corbata ni los gritos desesperados del abuelo que decía: “Anita, estoy en su lado de la cama”. Y ahí, vestido y alborotado lo empapó para satisfacción propia y de los medio congelados espectadores.

Hubo otros carnavales húmedos. Me refiero a la humedad de la ropa mal secada y no a la que a veces nuestros subconscientes ligan de manera espontánea con la disposición sexual de la mujer. Húmedos como aquel que celebramos en las, para nosotros cálidas, tierras del valle de Guayllabamba. En la finca de Catalina. Fue un carnaval de una juventud temprana, de amores imposibles, de deseos fugaces. Desbocada pero sana. Ocasión en la que luego del obligatorio baño comunal se continuó el festejo con un baile y unas “cubas libres”: nuestra bebida casi oficial por esa época. Pero de esos carnavales con agua ninguno tiene un sabor más agradable que el que me dejó un carnaval en la adolescencia. Fue un carnaval frío y oscuro, tanto que había desanimado a todos los muchachos vecinos del conjunto habitacional. El último día, un martes, mi hermana y yo bajamos con medio centenar de “bombas de agua” y nos las echamos uno al otro, con la misma convicción que muchos años más tarde vería en el rostro del ex – Vicepresidente Blasco Peñaherrera dirigiéndose al centro de la plaza indoamérica para tomar el baño sagrado que compartimos los hinchas de la U después de conseguir un título.

Otros carnavales fueron aprovechados en viajes. De estos el recuerdo más antiguo va hacia la hoy por hoy fantasmal ciudad de Baños viaje del que solo recuerdo el regreso complicado por el golpe militar al quinto y último gobierno de Velasco Ibarra. Varios viajes fueron hacia Ambato, la tierra que por esos días usualmente se transforma en la capital de las flores, las frutas y el festejo “civilizado”. De estos carnavales ambateños, el que más recuerdos me trae fue el solidario carnaval que siguió a la muerte de papá.

El último también fue un viaje. Pero éste fue un viaje a casa. Un viaje al lindo Quito de mi vida, a la familia, a los amigos. Un carnaval en casa que por si mismo fue todo un acontecimiento.

De estos viajes de carnaval recuerdo con satisfacción y cariño aquellos que compartimos con Galo. Esos viajes de playa, de fogatas y tragos. Viajes compartidos entre amigos. Viajes de contemplaciones, no en el sentido espiritual de la palabra sino en el de la vista. Galo contemplando las chicas lindas, yo contemplando las buenas. Fue en uno de estos viajes de carnaval a la playa que viví una experiencia divertida que me motivaron a escribir esta confesión.

Llegar a Atacames en un feriado sin reservación era toda una aventura. Pero para tres individuos jóvenes, era parte de la aventura. Nuestras infructuosas paradas incluyeron aquellos hoteles y cabañas que nos habían servido de hospedaje en otras ocasiones. Casi hacia el final del día, llegamos a unas cabañas nuevas. En estas conseguimos una habitación en una cabaña que tenía un pequeño defecto: le faltaban las ventanas. Por esos días yo todavía conformaba las filas de los seguidores del desagradable pero sabroso vicio de fumar. Con las horas de viaje me hacía falta prender uno. Mientras fumaba, un hombre de unos treinta y pocos años, de mediana estatura, tez muy blanca, bigotes, cabello castaño y un poco gordo se me acercó para pedirme le facilitara fósforos.

Al escucharlo hablar me sorprendí. La imagen del hombre que se acercaba, con unos pantalones de color caqui, una camisa a cuadros de manga larga y una barriga que delataba un largo historial de cerveza; no concordaba con una voz aguda, casi femenina. No fue solo la voz. También me sorprendieron los movimientos de las manos. Éstos tenían la expresividad de un mimo. Pero más sorprendente aún fueron las preguntas que hizo después cuando Galo y Luis se juntaron. Si estábamos solos, si teníamos compromiso para esa noche, si teníamos compromiso para la noche siguiente, si nos gustaba la guitarra, que si nos podríamos juntar más tarde.

Después de esquivar las preguntas como pudimos, cuando nos quedamos solos, casi al unísono dijimos: “es maricón”. Nos sentíamos los tres un poco intimidados. La sensación de haber sido objeto de lo que nos pareció un intento de conquista nos animó para sin palabras acordar el propósito de evitar al vecino al máximo. Esa noche cenamos en Walfredo: arroz con menestra y pescado frito y después de unas cuantas cervezas Pilsener de 750 cl. nos fuimos al hotel, más por la preocupación de la ausencia de ventanas que por el mismo cansancio.

Unos minutos después de entrar a nuestra habitación escuchamos unos golpes a la puerta. Era nuestro vecino. Cargaba consigo una botella de ron, una de coca cola y unos vasos plásticos. Antes de alcanzar a reaccionar se metió en la habitación y empezamos a conversar. El tono de la voz seguía siendo agudo, los movimientos de las manos seguían siendo evidentes, pero su presencia ya no intimidaba, era un tipo de hablar simpático.

Descubrimos que era cuencano, aunque el acento cantado se disimulaba, vivía en Quito desde hacía años y trabajaba en un organismo del Estado. Nos había comentado que podríamos cantar unas canciones y tomar unos tragos. Al poco tiempo volvieron a golpear la puerta. Cuando Luis abrió eran dos muchachas, que estaban bastante bien. Cargaban consigo una guitarra. Entre canción y libación se hizo la una de la mañana y las muchachas se fueron. Él se quedó y continuamos charlando. Hablamos de política, de religión, del Estado y otros de esos temas que salen en noches como esa. Cerca de las tres nos contó un poco su historia.
El era casado. Las dos muchachas eran manabitas y hermanas. La mayor, que debía tener unos 28 años era su amante. Ella sabía que el era casado y sabía que el no tenía intención de dejar a su esposa en el futuro cercano. La esposa pensaba que el estaba en Cuenca visitando a los padres que afortunadamente tenían el teléfono dañado. La familia de la amante creía que el era soltero y lo consideraba novio oficial y con buenas intenciones. De alguna manera, los padres se enteraron del viaje a la playa y le pusieron a la hermana de 25 años de chaperona. La habitación tenía una cama matrimonial y una sencilla. La sencilla era para él. Afirmaba amar por igual a las dos: a la esposa y a la amante.

El siguiente día nos encontramos en la playa. Era todo un espectáculo, nuestro amigo usaba pantalones largos doblados hasta un poco más abajo de la rodilla. Una camiseta de mangas largas. Tenía la cara blanca de tanto protector y usaba un sombrero mexicano. Cuando saludamos y sin que las muchachas escuchen nos recordó que en Cuenca las posibilidades de agarrar un bronceado playero son escasas. Al caer la noche se nos unieron al salir. Fuimos los seis a una discoteca en la que conversamos, tomamos unas “cubas libres” y bailé una sola canción con la hermana menor quien evidentemente había hecho una elección. No fui yo. Eran como las once de la noche cuando Galo comentó estar cansado y con un dolor de cabeza que ciertamente existía por el recuerdo cercano de un amor complicado y mal curado. Nos comentó que se marchaba para el hotel. Luis se decidió también por el hotel y nuestro amigo, antes de que yo pudiera reaccionar, me entregó un paquete de Marlboro rojo, unos cupones para otros tragos de ron y nos deseó una noche llena de diversión. Al despedirse se acercó a mi oído y me pidió que no llegara antes del amanecer.

La cara de la muchacha era no sé si de decepción o de resignación. Pero sin protestas se quedó. Permanecimos en esa discoteca un poco más de una hora bailando un par de canciones y conversando tontamente un poco más. Luego fuimos a Sambayé, llegamos en pleno de set de salsa y nos conectamos en el baile. En Sambayé nos quedamos hasta las tres y treinta y luego la playa.

La consigna de no regresar temprano no había sido solo para mí. Su hermana también se lo había pedido. Al vernos llegar solos y con cara de tipos decentes, nuestro amigo vio en el grupo la oportunidad de que alguien le diera algunas horas de privacidad y, con toda certeza, de desenfreno sexual. Fue solo a la cabaña en la primera noche con el acuerdo previo de regresar en menos de treinta minutos si la cosa no se veía bien. Si tardaba más, ellas se unirían con la guitarra. Mi compañera originalmente había pensado en Galo o Luis que estaban más acorde a su edad. Pero al final y para mi satisfacción estaba contenta con la elección que su cuñado hizo antes de que a mí también me entraran las ganas de irme para la cabaña. Así fue este viaje de carnaval, en el que juzgamos de homosexual a quien no lo era y viví una noche muy agradable que empezó muy mal y terminó muy bien. Un carnaval húmedo no por jugar con agua, sino por la intensidad de los besos.

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