sábado, 30 de octubre de 2010

Valerosamente en Pichincha (redacciones escolares iv)

Todavía recuerdo el paseo que, con nueve años, realicé en compañía del “grado” a “La Cima de la Libertad”. El lugar donde, nos había dicho el profesor, íbamos a recrear los sucesos con que terminaron 300 años de conquista y habían traído la libertad a nuestras tierras:

“Desde Chillogallo venía de sorpresa el Gran Mariscal venezolano. Entre sus hombres se encontraba el más bravo cuencano que haya visitado nuestro mundo hasta la fecha. Subieron de Chillogallo al Guagua, y luego atacarían con la ventaja de la altura a las fuerzas realistas. Cuando bajaba el ejército por el Pichincha una bala de cañón impactó en Abdón Calderón desmembrándole un brazo. Él pasó a sostener la bandera con la otra; y luego cuando una segunda bala le cortaba el brazo sano, siguió el patriota valiente cargando la bandera con la boca al tiempo que gritaba viva el Ecuador.

Así fue como me lo contaron. Así, literalmente. Igual que se cuentan otras cosas fantásticas, lo contó en el bus que nos llevó del colegio a la Cima de la Libertad algún profesor. Así lo creyeron muchos. No importaba tanto que para el momento de la batalla, el mariscal todavía no era mariscal. Ni que faltaban varios años antes de que el Ecuador apareciera como país. Ni siquiera importaba tanto que alguien no solo no se desmaye desangrado en semejante condición, sino que además, sea capaz de gritar algo, con la misma boca con la que sostiene una bandera.

No sé a quien más le contaron esa historia. No sé, si muchos recibieron otra versión del héroe, tal vez menos televisiva. No sé si a alguien le contaron la historia y le dijeron que se trataba solo de una alegoría para transmitir el heroísmo. Pero sé que conocí a muchos a quienes la historia se la contaron más o menos así, y que se lo creyeron por un par de días. Tal vez más. Sé que, como ha ocurrido con tantas otras historias y afirmaciones fantásticas o milagrosas, tendrían en su momento la intención de sembrar algo bueno: el nacionalismo, el amor a la patria, la devoción al héroe.

Seguramente, hoy a los niños de siete u ocho años no les cuenten esas historias. Y tal vez hoy, si a alguno se la cuentan, no la crea. Pero con esas ideas, me pregunto, no se habría también institucionalizado la capacidad de creer en héroes milagrosos, de tratar vivir de fantasías y de glorias antiguas que residen solo en el deseo de pertenecer a algo más grande.

¿Hay alguna diferencia cuando esas historias fantasiosas y fantásticas las cuenta el maestro de escuela, el cura, o el padre? Tal vez prefiramos una historia en la que el canciller de un país solo capituló cuando le pusieron una pistola en la cabeza. Que el himno es el segundo más bonito después de La Marsellesa. Que en algún lugar del Oriente está realmente escondido el más fabuloso tesoro. Que somos un país rico muy rico. Que cuando las cosas salen mal es siempre culpa de alguien más, y que además ese alguien más es malo, poderoso y está lejos.

En el ámbito personal, los 24 fueron bastante normales, con dos excepciones: el del año de la muerte del presidente Roldós, que coincidió con la convalecencia de una cirugía de mi madre, y uno en la universidad que fue divertido:

Recuerdo, lo que nos pasó a unos amigos y a mí que cuando fuimos a Salinas por un feriado de tres días el 24 de mayo con un equipo de fútbol femenino. Como si se tratara de una canción de Maná hicimos un viaje con tanta mujer: tres amigos y ellas. Como en la canción estábamos perdidos, pero no en un barco, en un auto. En un silencio absoluto, conduciendo mientras las chicas dormían, imaginando en cada curva una parte del guión de una mala película porno de la que seríamos protagonistas. Al llegar nos dijeron: muchachos bajen las maletas. La verdad fue muy distinta de la fantasía. Ni remotamente se concretaría una orgía. Lo más cerca que estuve de ser el centro de las miradas mientras recibía favores sexuales fueron los diez segundos en que, por la noche y una vez aclaradas muchas cosas, una de las chicas peligrosamente se agachaba dirigiendo su cabeza y boca en dirección al punto donde mis piernas se encontraban con el resto del cuerpo. Pocos segundos después me di cuenta que la intención lejos de ser erótica respondía más bien a un reflejo biológico provocado por el exceso de alcohol.

Después de remover los remanentes del suceso terminamos pasándola bien: una noche de diversión, de amigos y amigas, de mucha coquetería.

Terminó siendo una historia normal, pero buena y no una fantástica. Por eso, un hombre valiente pero hombre, y no un súper héroe, o un semidios vive en nuestros corazones después de haber muerto valerosamente en Pichincha peleando por aquello en que creía.

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