sábado, 4 de diciembre de 2010

Días de octubre (redacciones escolares vi)

El feriado de octubre involucraba, en mis tiempos de estudiante dos días, tanto el 9 como el 12, que, en ocasiones, eran feriados solo porque los demás no trabajaban, y además, para nosotros, los estudiantes de la Sierra significaba el final de las vacaciones. Las clases se iniciaban inmediatamente después. Con el transcurso de los años, las clases fueron iniciando más temprano, en torno al primer día de octubre, justamente en los días de aquel tremendo aguacero que los quiteños de antes llamaban el “cordonazo de San Francisco”.

El 12 de octubre, aunque marcado con el nombre de “Día de la Raza”, es la fecha del, nos decían entonces, “Descubrimiento de América”, y sobre él cual escribí más de una vez, la primera redacción del año escolar, describiendo una y otra vez la historia de un tal Rodrigo de Triana que, al avistar la Española, gritaba “tierra, tierra” para tranquilidad de sus compañeros de viaje, alegría de Don Cristóbal y pesar de los descubiertos. Sin embargo, ninguna narración ha sido tan divertida como la parodia que Les Luthiers nos presentara cuando Don Rodrigo llegaba a la isla y los indígenas contentos gritaban en coro, en contraste al solo de Triana, “nos descubrieron, nos descubrieron”.

El 12 de octubre, durante toda mi niñez y juventud, no generó mayores complicaciones. Sin embargo, al acercarse el aniversario de los 500 años, empezaron las críticas sobre si era conveniente celebrar o no semejante acontecimiento, y las propuestas por terminar con aquel feriado. Afortunadamente, junto con Pedro y Pablo, no los apóstoles sino mis buenos compañeros de la universidad, volvimos realidad la idea de conmemorar esos quinientos años en el lugar apropiado: la Española.

El 9 de octubre, en cambio, se conmemora aun la gesta de octubre, fecha de Guayaquil. Y precisamente en Guayaquil fue donde mejor disfrutamos todo ese feriado, en más de una ocasión; gracias al esfuerzo de papá y mamá por hacer coincidir los trabajos del interminable puente que sobre el río Daule construía. El punto central del paseo era, para mi padre, la Feria de Durán, tanto por las exposiciones como por la presencia de algunos artistas, particularmente la portorriqueña Iris Chacón de quién él estaba, de alguna manera no demasiado secreta, aficionado.

Para nosotros, aun muchachos, Guayaquil era un lugar en donde, casi siempre, todo giraba en torno a la comida. En los restaurantes de la Víctor Emilio Estrada, la 9 de octubre o la Carlos Julio Arosemena Tola, los ceviches y el arroz con menestra de la Arbolada, el encebollado de la avenida Quito. También en los desayunos de los diversos hoteles que fueron, dependiendo de la mayor o menor restricción económica del momento, el Ramada, el Alexander o el San Juan. El lugar favorito para comer era un restaurante pequeño, en la Primero de Mayo, que operaba en lo que había sido, alguna vez, un estacionamiento. Se llamaba La Chimenea, lugar de hayacas, de pasteles, del intragable caldo de manguera y, por sobre todo, del arroz con cangrejo.

Pero el recuerdo mayor, y seguro el más grato, ocurría en la Dulcería Las Palmas, en pleno Centro, como se decía entonces. Un lugar donde, sin falta, nos llevaban de niños, y donde parecía que el reloj se había detenido hacía unos cincuenta años. Los panes dulces, los pasteles de queso, los batidos calientes con el vaso de hielo licuado a un lado lucían siempre buenos, pero por alguna razón tan antiguos como se veían los meseros que atendían en el lugar. Lo mejor eran, sin duda, los helados. Mi favorito era la combinación de leche con mora, pero los sabores eran múltiples. En una ocasión, el más antiguo de los antiguos meseros se acercó a nuestra mesa, y tomó la orden de helados. Cada quien ordenó una combinación distinta de dos sabores. Ocho en total en cuatro copas. Llegaron cuatro helados, ocho sabores, tal vez cinco de los ordenados, ninguna combinación acertó. El viejo nos miraba con mayor extrañeza que la mirada que le ofrecíamos a él. Levantó sus hombros, sonrío con picardía, nos dijo que estaba ya viejo y los distribuyó a su antojo, pero con mucha gracia. Los disfrutamos, sin protestar.

El lugar, el momento y la acción de aquel mesero marcó, en mi memoria, el recuerdo del Guayaquil que conocí de niño. Al lugar regresé muchos años después, en un viaje de trabajo, precisamente en compañía de Pedro, de nuevo el amigo, no el apóstol. El reloj continuaba detenido.

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