domingo, 12 de diciembre de 2010

Moradas y palacios (redacciones escolares vii)

Tuve la suerte, durante la infancia y adolescencia, de pasar El Día de los Muertos lejos de los cementerios. El abuelo que faltaba se había ido aun antes de conocer a estos nietos. Con la complicidad de la independencia cuencana, se había convertido en un feriado más largo. Como los otros feriados religiosos, estuvo casi siempre adornado por las tradicionales coladas moradas y guaguas de pan. Recuerdo claramente como, cuando niños, en la casa de los primos en San Juan, alguna vez discutíamos porque la falta de una guagua individual nos obligaba a reñir por quién se comería la cabeza, quién un brazo o una pierna. Antes de comerla, la guagua debía ser “bautizada” con el caldo de la famosa colada, que puede incluir dependiendo de la receta moras, piñas y frutillas sobre la base del ingrediente principal: el mortiño. Eso que, en otras partes, se llama arándano o agrás.

El recuerdo más persistente de las guaguas estuvo siempre relacionado con una lluvia imposible que me agarró en la mitad del camino de regreso desde el Chantilly. No encontré a tiempo lugar para escampar y, en segundos, estuve completamente empapado. Entonces, seguí caminando bajo la lluvia, disfrutando del contacto con el agua fría y de la expresión de extrañeza que ponían las personas al verme caminar, como un loco, con excesiva tranquilidad y con las guaguas en una bolsa a la que trataba de proteger lo mejor que podía. Nunca encontré una mejor manera de vivir ese refrán de … “al mal tiempo, buena cara”.

El recuerdo de finados más importante viene, sin embargo, de una ocasión en la que nos reunimos en casa de mi tía Cecilia, en el barrio del Rosario, con todos los tíos y primos y alguna consuegra de la familia de mi abuela materna. El propósito de la reunión de aquel día era jugar algo que, según nos contaba la abuela, había sido en Quito tan tradicional al día de finados como las guaguas de pan.

El “Juego del Palacio”, que jugamos esa sola vez, requería una preparación importante. Primero, estaban los dados. Se necesitaban seis. A los cuatro primeros se les pintaban de blanco cinco caras, dejando visible un solo número en cada dado: un uno, un dos, un tres y un cuatro. A los otros dos dados, se les pintaba de blanco las seis caras, para luego, con tinta de otro color se pintaba en una sola de sus caras blancas, un martillo en uno de esos dados, y una campana en el otro. También, había que preparar las tarjetas, todas de idéntico tamaño: una tarjeta con un martillo, otra con una campana, otra con un martillo y una campana, la cuarta con un burro y la quinta con un palacio.

Lo siguiente era conseguir los cocos. Unos minúsculos cocos que abundaban en Quito en la niñez de algunas palmeras que habían aprendido a dar frutos a 2800 metros, aun cuando sus frutos fueran pequeños e incomibles. Los cocos eran la moneda oficial del juego. Los jugadores debían llevarlas para jugar. En aquella ocasión, sin embargo, jugamos con sucres, que todavía existían, y no con cocos. Era difícil conseguir tantos cocos para tantos jugadores.

Luego venía la subasta, cada pieza se vendía al mejor postor con un sistema de martillo de quien da más. Cada pieza se vendía por separado, y la pieza de mayor valor era el burro. No recuerdo en cuanto se subastaron el martillo, la campana, el martillo y la campana, o el palacio, pero sí recuerdo claramente el precio de venta del burro. Fue por algo más de cien sucres. Lo compró mi tío Raúl. Con el resultado de las subastas, se constituía un pozo. Ningún jugador podía poseer más de una figura.

En el juego, cada jugador tomaba su turno y lanzaba los datos. Si había tantos, es decir números, estos se sumaban. Si aparecían las figuras, el jugador debía pagar al dueño de la figura, sea al martillo, la campana, o el martillo y la campana, el número de cocos, en nuestro caso, sucres. Si había puntos, pero no figura, el jugador tomaba para sí del pozo, el número de “tantos propios”. Si había figuras pero no punto, el dueño de la figura pagaba un punto al burro, si todo era blanco, el pozo pagaba un punto al burro. El juego continuaba hasta que el pozo quedaba con un número menor o igual a diez cocos. Entonces, si el jugador obtenía en puntos el mismo número de cocos en el pozo, eran suyos y terminaba el juego, sino si aparecían puntos debía pagarse al palacio, o continuar pagando al burro, si todo salía blanco.

Fue una tarde divertida, por la participación de todos, pero sobre todo por la dinámica que la abuela le ponía a las cosas y la pregunta de todos, si el burro iba a llegar a pagar el valor de la subasta. Llegó.

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